En una encuesta del Eurobarómetro y de la Comisión publicada por un medio este pasado domingo, la confianza “neta” (se obtiene restando el porcentaje quienes desconfían de los que confían) de los españoles en la Unión Europea es de 52 negativo, lo que quiere decir desconfianza pues ésta con 72 % es superior al 20% de la confianza. En 2007 la confianza era de 42 puntos pues el porcentaje de quienes confiaban (65) era superior a quienes desconfiaban (23). En suma, se pasa de más 42 en 2007 a menos 52 en 2012, un derrumbe ni siquiera superado por Grecia que pasa de 26 a menos 63.
Lógico. Obsérvese que el año inicial de la serie es 2007 cuando la crisis apuntaba en Estados Unidos pero no se había iniciado ni en Europa ni en nuestra casa. Es precisamente la crisis actual con sus devastadores efectos sociales lo que explica este cambio espectacular en la percepción española sobre la UE.
Antes de que nuestro país entrase como miembro de pleno derecho de la entonces llamada Comunidad Económica Europea en 1986, esa entrada era contemplada como referendo de nuestra incipiente democracia y también como una posibilidad mayor y más cercana de creciente prosperidad económica. Esto último, a pesar de la conciencia de que esa entrada iba a suponer, como así sucedió en la práctica, tremendos costes para muchos sectores (y personas) de nuestra economía. Pero también había conciencia y esperanza de que, a la postre, los beneficios de pertenecer a ese club de prosperidad superarían a esos costes. La cosa valía la pena.
Todo esto se vino abajo paulatinamente a partir de 2009 con una profunda y mutante crisis y por las medidas que, para intentar hacerla frente, se han aplicado por imposición de los interlocutores de la UE, sean estos los que sean. Si antes Europa era símil de prosperidad y esperanza, hoy Europa es símil de brutal austeridad y desesperanza, incluso de desesperación.
Una unión monetaria, que no económica ni mucho menos política, arbitrista y mal diseñada, resultado de un dañino voluntarismo de unos pocos visionarios no ha resistido el primer embate de una crisis en gran parte importada pero aumentada por ese mal diseño. Eso es lo que está en el origen de la mayor parte, no de todos pero sí de los más importantes, de los males presentes. Después, una vez iniciada la crisis, error sobre error: una brutal y tozuda política de austeridad con devastadores efectos sociales. Incluso de rechazo creciente a la UE no sólo en los países que más están sufriendo con España, Grecia y Portugal a la cabeza sino también por ejemplo en el principal beneficiario y autor de esta política, Alemania, seguramente porque entiende, como han señalado otras encuestas, que está alimentando a los perezosos del Sur.
El euro parece salvado de momento pero los males de fondo están ahí. Se resumen en un área monetaria en la que pretenden convivir países con estructuras económicas muy diferentes y, por ello, con intereses y necesidades no coincidentes, incluso opuestos. Sólo una auténtica voluntad política de ir solucionando rápidamente esos problemas podría permitir ir superando la actual situación. Pero esa voluntad política no existe porque más de cincuenta años después del Tratado de Roma no existe una ciudadanía europea ni aparece en el inmediato horizonte. Quedan tiempos muy difíciles por delante en una UE en la que se está destrozando su antigua y alardeada seña de identidad, el estado del bienestar en un subcontinente que, además, envejece a toda velocidad.