No resulta fácil encontrar un español que se sienta orgulloso de sus élites. Una clase política superficial, carente de argumentos, rayana en la zafiedad, se limita a repetir consignas, a pronunciar discursos huecos, repletos de simplezas y lugares comunes. Y a perseguir torticeramente su propio interés, muy por encima del bien común. Tampoco abundan destacados empresarios, o gestores de grandes corporaciones, que pudieran servir de modelo para la juventud. Las élites políticas y económicas se muestran miopes, cortoplacistas, cerradas, refractarias a los cambios, desconfiadas, ancladas en el oscurantismo de lo políticamente correcto. Siempre despreocupadas por todo cuanto no sea su posición o bolsillo. Si se rasca la superficie de algún encumbrado es frecuente encontrar un mediocre, un pícaro, un arribista o una combinación de los tres. Pero siempre un sujeto muy bien relacionado.
Este triste fenómeno no es anecdótico o baladí. El liderazgo de élites innovadoras, valientes, con visión de futuro, capaces de vislumbrar la convergencia de sus intereses con los de la nación, favorece la evolución hacia un sistema más justo y eficiente. Por el contrario, las clases dirigentes cobardes, cerradas en sí mismas, temerosas a perder privilegios, recelosas del resto de la sociedad, muestran una fuerte deriva hacia el estancamiento, la injusticia, la falta de oportunidades.
Algunos afirman que las clases dirigentes son espejo de la propia sociedad. Nuestra élites, tan inclinadas a la picaresca, el latrocinio o el juego sucio, simplemente reproducirían defectos bien arraigados en la peculiar idiosincrasia española. Por suerte, este enfoque pesimista no posee base sólida: la clave se encuentra en la estructura institucional, en los nefastos mecanismos de selección de dirigentes. En nuestro país, los criterios de creación de élites distan de ser meritocráticos. Y la clase dirigente no está sometida a un proceso de competencia, de permanente renovación.
Una selección muy perversa
La palabra élite conlleva resonancias de crema selecta, ese conjunto de personas que por su capacidad, dedicación, esfuerzo o excelente formación ha logrado sobresalir, destacando en la empresa, los negocios, la política, el pensamiento o la gestión de lo público. Pero la realidad española se aleja considerablemente de estos conceptos. El sistema político no escoge a los gobernantes por su mérito: ante la imposibilidad de voto a candidatos individuales, son los partidos quienes realizan la selección con criterios muy alejados de la excelencia, la formación o el esfuerzo. Y absolutamente ajenos a la honradez, la integridad o los principios sólidos.
Para ascender dentro de los partidos son atributos muy favorables la conducta oportunista, la capacidad para la intriga o la proclividad a la trampa. Las personas honradas, cabales, idealistas, bien preparadas abandonaron esos ambientes dominados por la corruptela, la pobreza intelectual y la indignidad. Y los cargos de enorme responsabilidad acabaron ocupados por personajes incapaces, interesados, corruptos o malintencionados. Las Cajas de Ahorros constituyen el ejemplo palmario.
Un sistema político sin controles proporcionó el caldo de cultivo ideal para que estos sujetos fueran modelando el entorno a su imagen y conveniencia, estableciendo mecanismos para aferrarse al poder, para enriquecerse a costa del contribuyente. Aprovechando el hipertrofiado modelo autonómico, crearon enormes estructuras administrativas para colocar a los afines. Y sellaron acuerdos tácitos con determinados «empresarios» para otorgar contratos públicos a cambio de comisiones, implantar barreras a la competencia, repartirse las rentas de los mercados cautivos o promulgar complejas y retorcidas leyes a medida de amigos y aliados.
Generaron un sistema cerrado donde el éxito empresarial acabó dependiendo mucho más de la cercanía al poder que de la capacidad innovadora o la gestión eficiente. Surgió así una élite económica retrógrada, extractiva, protegida de la competencia, mucho más pendiente de los gobernantes que de los consumidores. Capaz de pagar sustanciosas comisiones por adelantado a Corinna, y a su entrañable amigo, o de comprar jugosos paquetes de publicidad tan solo para controlar la información sensible.
Revoluciones que no son tales
En España, la clave para pertenecer al grupo privilegiado no es el mérito, el talento o la eficiencia sino las relaciones, los contactos: no importa lo que conozcas sino a quien conozcas. Un mundo de amiguismo, enchufe y trapisonda. Las élites resultantes poseen el complejo del mediocre: al percibir su posición constantemente amenazada tratan de blindar el sistema, intensifican las redes de intercambio de favores y refuerzan las trabas a la entrada de intrusos.
La estructura institucional cerrada crea tal inercia que ciertas revoluciones, ésas que se limitan a sustituir una clase dirigente por otra, no transforman sustancialmente la naturaleza de los regímenes. La nueva élite percibe rápidamente las tremendas ventajas del statu quo, las aprovecha, realiza cambios simbólicos, de pura fachada, sin tocar las barreras ni el régimen de privilegios. Un mero quítate tu pa ponerme yo. Buen aviso a ciertos navegantes que se dirigen, sin saberlo, al ojo del huracán.
El sistema de intercambio de favores desincentiva fuertemente la excelencia académica y profesional, un logro que requiere mucho tiempo y esfuerzo pero no garantiza el ascenso social. Y desalienta el verdadero emprendimiento, una actividad arriesgada que acaba topando con decisiones del poder político. En España resulta mucho más rentable invertir en relaciones y contactos, introducirse en la red oportuna, en el grupo adecuado. Se explica así el volumen de peloteo, de estomagante adulación al poderoso que se escucha por doquier.
Las instituciones deben fijar unos mecanismos de selección que promuevan unas clases dirigentes meritocráticas, abiertas a una competencia que garantice su permanente renovación. Y procurar que las decisiones cruciales sean tomadas por personas de mente abierta, con principios y visión de largo plazo, que vean en el cambio, en la innovación, más oportunidades que amenazas.
No es suficiente expulsar a patanes y sinvergüenzas colocando a relumbrones en su lugar. La clave se encuentra en un programa de reformas que transforme radicalmente los criterios de selección, los incentivos, retire las barreras que limitan la competencia política y económica. Obligue a los candidatos a presentarse individualmente ante los electores, a pecho descubierto, sin la cobertura de un lista. Y establezca mecanismos de control capaces de garantizar una administración transparente y responsable, a la que se pueda exigir cuentas. Ésta, y no otra, es la famosa revolución pendiente.