El 19 de noviembre de 1819, hace exactamente dos siglos, se inauguraba en Madrid el Museo Nacional de Pintura y Escultura, con 311 lienzos de las Colecciones Reales. Uno de sus primeros visitantes fue Francisco de Goya. Aquella iniciativa se ha convertido en el Museo del Prado, al que Ramón Gómez de la Serna calificó como “la verdadera catedral de Madrid”, y que para el pintor Ramón Gaya era “más una patria que un museo”.
El aniversario va a ser celebrado con más de 100 actividades. Unas en Madrid, otras dentro del programa “De gira por España”. Entre ellas, una exposición en Barcelona en la que podrán contemplarse siete obras de Velázquez (el máximo que se permite trasladar fuera del Prado), junto a otras de Ribera, Zurbarán, Murillo, Tiziano o Rubens.
En la exposición “Museo del Prado 1819-2019. Un lugar en la memoria” podemos comprobar en la misma historia del museo un contradictorio camino de ampliación y destrucción, de salvaguarda y expolio de nuestro patrimonio artístico.
Hace dos siglos se inició un camino por el cual colecciones privadas concebidas para deleite de unos pocos, grandes monarcas bajo el feudalismo, a los que se unieron adinerados burgueses, pasaron a poder ser objeto de goce de muchos. Hoy podemos contemplar “El jardín de las delicias” de El Bosco, un cuadro que adornaba los aposentos de Felipe II. Es un gigantesco salto en la democratización del acceso a la alta cultura.
En ese convulso siglo XIX en que nace el Museo del Prado, la pintura española adquiere una dimensión universal, y el Prado tuvo buena culpa de ello. Tras su visita, Manet, el maestro del impresionismo, se maravillaba ante un Velázquez al que consideraba “el pintor de pintores”. Tras el genio sevillano, la pintura de El Greco, Zurbarán, Murillo o Ribera adquirieron toda la dimensión antes negada. En El Prado un joven Picasso visitaba día tras día las obras de los clásicos de la pintura española. Un diálogo entre tradición y modernidad que el pintor malagueño reproduciría en sus serie sobre “Las meninas” o en “Desnudo tumbado”, directamente inspirado en “La maja desnuda” de Goya.
Pero en ese siglo XIX, al final del cual el Museo del Prado emerge como una gran institución, estuvo también en juego su liquidación, y con ella la de buena parte del patrimonio pictórico español. El papel subalterno al que España es arrojada en el concierto de naciones abre también grietas por las que se sustraían grandes obras que acababan expuestas fuera de nuestras fronteras. No fue fácil contener la presión de ese expolio. Curiosamente, la integración en colecciones reales de algunas obras, o en grandes museos eclesiásticos, acabó funcionando como una eficaz muralla defensiva. A la que se sumó la nacionalización del museo tras la revolución liberal de 1868.
También en el siglo XX volvemos a encontrar fuerzas antagónicas en choque marcando la historia del Prado. La IIª República aprueba una avanzada Ley de Patrimonio, que es base de la actualmente vigente, y pone en marcha el “Museo circulante”, bajo el ejemplo de las “Misiones pedagógicas”, donde copias de las mejores obras de la pintura española circulan por todos los pueblos. Pero El Prado también tuvo que enfrentar el bombardeo de las tropas franquistas entre 1936 y 1939. Solo una enorme operación de rescate, que sacará las obras, primero a Valencia y luego a Ginebra, conseguirá salvar los tesoros de nuestra pintura.
En el convulso recorrido de los dos siglos de vida de El Prado está también nuestra historia. Pero lo que verdaderamente nos habla de nosotros mismos es lo que alberga. Acierta lúcidamente Ramón Gaya cuando afirma que “es más una patria que un museo”. En sus cuadros está concentrada la mirada poderosa que ha hecho de la pintura española uno de los afluyentes más caudalosos del arte universal.