Joan Arnau
En 1985 la investigación de un estudiante sueco de doctorado ocupaba la portada de Nature, el más prestigioso escaparate de la ciencia mundial. Su nombre era Svante Pääbo, y presentaba el primer análisis del ADN de una momia egipcia.
Comenzaba una carrera que ha culminado este año con el Nobel de Medicina, concedido por “sus descubrimientos sobre el genoma de homínidos extintos y la evolución humana”. Es la primera vez que la academia sueca concede un Nobel a los estudios sobre el pasado de nuestra especie, un campo en el que los investigadores españoles están en la primera división mundial.
Hace pocas décadas recuperar el genoma de especies ya desaparecidas parecía “ciencia ficción”, algo imposible e impensable. Ahora se ha hecho, gracias a las aportaciones de científicos como Pääbo, que como plantea Juan Luis Arsuaga, uno de los codirectores de Atapuerca, “se sacó de la nada toda una especialidad científica, a caballo entre la paleontología y la genética, que se beneficia de los avances en los dos campos”.
Y como sucede siempre que la ciencia da saltos adelante, los resultados de las investigaciones de Pääbo arrojaron en muchos casos resultados sorprendentes, que no estaban en el plan inicial, y obligaban a repensar muchas concepciones arraigadas sobre la evolución humana.
En 2010 Svante Pääbo publica el genoma completo de los neandertales. Los hechos desvelados provocaron un terremoto en la comunidad científica. No solo se demostraba que los neandertales ya poseían muchos rasgos “humanos”; como el lenguaje. También se evidenció que “viven entre nosotros”: los humanos modernos no nacidos en África tenemos entre un 2% y un 4% de genoma neandertal. Hubo una estrecha relación entre sapiens y neandertales, que hizo posible esa hibridación.
Pero el estudio del ADN deparaba nuevas sorpresas. El equipo de Pääbo descubrió una especie nueva, los denisovanos, descifrando su código genético a partir únicamente de un pequeño hueso del dedo meñique de una niña que vivió en Siberia hace 50.000 años. Y volvió a irrumpir un mestizaje tan habitual que se fijó en los genes: una parte de los genes de los humanos modernos de Asia y Oceanía -por ejemplo los que permiten vivir a gran altitud- provienen de los denisovanos.
El Nobel concentra la atención en una sola persona, Svante Pääbo, cuyos méritos son evidentes. Pero la ciencia es siempre una aventura colectiva. Detrás de estos capitales descubrimientos está el equipo del departamento de genética del Instituto Max Planck de Biología Evolutiva, radicado en Alemania. Pero también destacados investigadores españoles.
De este Nobel también participan investigadores españoles, desde Atapuerca al CSIC
En la secuenciación del genoma neandertal jugaron un importante papel los restos del yacimiento asturiano de El Sidrón. Y científicos del CSIC, como el genetista Carles Lalueza-Fox o el paleoantropólogo Antonio Rosas, colaboraron con Pääbo en esta investigación, realizando importantes aportaciones.
Y Juan Luis Arsuaga ha declarado que al conocerse el Nobel a Pääbo “mucha gente nos ha felicitado a los investigadores de Atapuerca”.
Es una felicitación de justicia, dada la estrecha colaboración entre Atapuerca y Pääbo. El extraordinario registro fósil de la Sima de los Huesos, único en el mundo, permitió a Pääbo recuperar el genoma mitocondrial de huesos humanos. Es con mucha diferencia el ADN humano más antiguo. Y ahora el equipo de Pääbo trabaja en otro escenario de Atapuerca, la Galería de las Estatuas, en un proyecto que hace muy poco parecía imposible: extraer ADN de los sedimentos del yacimiento, sin tener que recurrir a fósiles.
Toda una revolución
La imagen tradicional sobre la evolución humana, que sigue siendo la más difundida y mayoritaria en la sociedad, basada en una línea recta, donde unas especies más evolucionadas suceden a otras, ha quedado pulverizada. Y los trabajos de Pääbo han jugado un papel clave.
Ahora debemos sustituir esa línea, o esa “escalera evolutiva” por la imagen de un árbol, donde no hemos sido siempre los únicos humanos, y en el que la evolución lineal se transforma en un complejo sistema de ramificaciones.
La situación actual, donde solo existe una especie humana, la nuestra, el Homo sapiens, es la excepción. Hace 200.000 años -poco tiempo en términos evolutivos- existían en nuestro planeta hasta ocho especies humanas. La nuestra convivía con otras, desde los neandertales a los denisovanos y el Homo erectus, desde el Homo luzonensis que vivió en Filipinas hace 67.000 años al Homo de Nesher Ramla cuyos restos han sido hallados en Israel.
Todas ellas eran, de una u otra forma, especies humanas. Como plantea Arsuaga refiriéndose a los neandertales, “lo fascinante no es que sean iguales a nosotros, no tendría interés, tenían una inteligencia diferente, desarrollaron un tipo de humanidad que no era exactamente igual a la nuestra”.
Las investigaciones de Pääbo nos demuestran que la humanidad es diversa y mestiza
No ha existido siempre, a nivel de especies, una única manera de ser “humanos”. Atributos “humanos” que considerábamos exclusivos de nuestra especie, como el lenguaje o el arte, los poseían también otras, como los neandertales.
Y existimos porque somos mestizos, incluso en nuestro material genético. Los sapiens se cruzaron con otras especies, de las que recibieron un aporte genético. Los neandertales o los denisovanos se han extinguido, pero una parte de sus genes siguen vivos en nuestro ADN.
Como planteaba un reciente artículo sobre los estudios de Pääbo, “todas las sociedades humanas no solo son multiculturales, sino que hasta hace nada (40.000 años no es tanto en la inmensidad de la prehistoria) fueron multiespecies”.
La ciencia nos demuestra que la humanidad es afortunadamente diversa y mestiza.