En los escasos dos meses transcurridos desde la victoria de Trump, la sucesión de enfrentamientos, disputas y tensiones no hacen sino mostrar la hondura, la agudización y la virulencia de la fractura que divide a la clase dominante norteamericana y su establishment político y mediático acerca de un problema capital: qué línea seguir para gestionar el declive imperial de la superpotencia.
Hace ahora 16 años, la propia prensa norteamericana calificó como “golpe de Estado jurídico” la validación por el Tribunal Supremo del fraude electoral de Florida que dio la presidencia a Bush. Estas semanas hemos asistido a lo que bien podría calificarse como una tentativa de “golpe de inteligencia”, buscando invalidar la elección de Trump por el papel decisivo, según las principales agencias de espionaje y seguridad, del supuesto ciberespionaje del gobierno ruso al Partido Demócrata.
Pero Trump no es Al Gore –quien bajó los brazos en medio de la batalla– y ha seguido la línea marcada en su campaña electoral, sin dejarse arredrar por estos ataques. Aunque, como ha advertido Paul Craig Roberts, ex funcionario del Tesoro con Ronald Reagan; “si los oligarcas neoconservadores o de seguridad militar están dispuestos a actuar tan públicamente en violación de la ley contra un presidente entrante que podría acusarlos y someterlos a juicio por alta traición, ¿no estarían dispuestos a asesinar el presidente electo?”. Nada es descartable. Y menos en un país con la tradición “regicida” de EEUU.
Las cancillerías de medio mundo se preguntan y dudan que Trump se atreva a llevar las promesas hechas en campaña. Pero lo cierto es que sus primeras medidas, unidas a los nombramientos para su administración, ponen de manifiesto la existencia de una línea claramente definida: poner el cerco y la contención de China como centro de la política exterior; acercamiento a Putin para romper o debilitar la alianza Moscú-Pekín; política de rearme masivo, incluido el armamento nuclear; debilitamiento de los lazos de seguridad y defensa con algunos de los hasta ahora principales aliados de Washington como Europa o Arabia Saudí que para la línea Trump son marginales y secundarios en el nuevo orden mundial; voladura de los tratados de libre comercio, proteccionismo económico y comercial….
De momento los síntomas de que una nueva línea empieza a desarrollarse son más que evidentes. Empezando por la conversación telefónica con la presidenta de Taiwán, una clara amenaza a Pekín de que podría estar dispuesto incluso a poner en cuestión la política de “una sola China”. Y siguiendo por el nombramiento de altos cargos militares y civiles conocidos por su feroz posición antichina, los reiterados elogios a Putin en medio del escándalo del ciberespionaje o que el magnate haya conseguido que monopolios como Ford, General Motors, Fiat-Chrysler, Volkswagen o Toyota cancelen sus proyectadas inversiones de miles de millones de dólares en México para dirigirlas hacia sus empresas instaladas en Estados tradicionalmente demócratas, pero que en esta ocasión han votado a Trump como Ohio o Michigan. Medida que, inevitablemente, va a repercutir en sus cuentas de resultados.
También las grandes corporaciones tecnológicas como Apple, Microsoft, H-P, Dell, Cisco, Intel, Symantec… están sintiendo en su cogote las amenazas de subir un 35% los aranceles a las mercancías que producen fuera, bajo el lema: “fabrica en EEUU o paga en la frontera”.
Por el contrario, corporaciones como las petroleras (Exxon, Chevron, Conoco,..) las grandes empresas de la construcción y auxiliares (Betchel, Hallyburton, Carterpillar, Alcoa,…) o los gigantes del complejo militar-industrial (Boeing, General Electric, General Dynamics, Lockheed, Raytheon, McDonell Douglas, Northrop,…) ya se frotan las manos ante la perspectiva de multimillonarios beneficios para sus negocios. Con un secretario de Estado que ha sido durante 10 años presidente ejecutivo de la mayor petrolera no estatal del mundo, Exxon Mobile; con un plan de inversiones en infraestructuras de un billón de dólares en los próximos años y con una promesa firme de aumento del presupuesto militar del que la Armada estadounidense ya se ha hecho eco solicitando un aumento presupuestario sin precedentes desde la Guerra Fría, un sector de la gran burguesía norteamericana sólo puede aplaudir y alentar la nueva línea de Trump. Mientras para el otro, la fracción más dinámica, innovadora y defensora a ultranza de la globalización, representa la amenaza de una fuerte devaluación de sus ganancias.
Mientras unos (representados por Clinton u Obama) buscan un mayor acomodo a la realidad del mundo actual y el balance de poder entre las distintas potencias, buscando mantener la hegemonía norteamericana mediante el pacto y el consenso con ellas; el otro sector (representado, en distintas formas y modos, por Bush o Trump) se resiste a ceder la hegemonía exclusiva de EEUU. Ambas fracciones llevan décadas de enfrentamiento, pero los movimientos registrados durante la elección de Trump indican que el grado de fractura ha llegado a límites insospechados.