La contraofensiva de EEUU trata de contener la lucha de los países y pueblos latinos por su progreso y soberanía, y se esfuerza en derribar a los Gobiernos que se oponen al poder de EEUU. ¿Cuál es el estado actual de esta ofensiva? ¿Qué balance podemos hacer de la pugna entre el Imperio y los países y pueblos de América Latina?
EEUU persigue desde hace largos años la caída del Gobierno venezolano. Pero la llegada a la Casa Blanca de Trump ha puesto la opción militar encima de la mesa. Importantes medios norteamericanos como el New York Times o la CNN han revelado que durante 2017, altos diplomáticos de la administración Trump mantuvieron reuniones secretas con militares rebeldes venezolanos que querían derrocar a Maduro y requerían el patrocinio de la superpotencia. Al ruido de sables se ha sumado también el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, que ha apoyado una intervención bélica contra el Gobierno de Caracas «para poner fin al sufrimiento del pueblo venezolano».
Mientras tanto, en Brasil, la farsa político-judicial ha conseguido impedir que Lula da Silva pueda presentarse a las próximas elecciones, comprometiendo con su enorme popularidad (más del 40% de intención de voto) el resultado. Y en Argentina, el altísimo nivel de endeudamiento exterior y la pleitesía con el FMI y el capital extranjero promovidos por Mauricio Macri han provocado que el peso argentino se haya descalabrado frente al dólar, sumiendo al país en una profunda crisis económica que empieza a asemejarse a la que provocó el temido «corralito».
Son solo algunos ejemplos de la actuación -descarnada o velada- de EEUU en América Latina. En la actualidad, Washington dirige una feroz ofensiva, que tiene por objetivo recuperar el terreno que la lucha de los pueblos hispanos le han arrebatado a lo largo de dos décadas.
La batalla está en desarrollo ante nuestros ojos. Pero tomemos una visión de conjunto de cómo se desarrolla.
El inicio de la ofensiva: 2015, Argentina y Brasil vuelven a la órbita de Washington
La actual ofensiva tiene su origen durante los años del Gobierno de Obama, en los que la inteligencia norteamericana saca enseñanzas de la reconducción exitosa en Paraguay, o de las “revoluciones de colores” instigadas por Washington en otras partes del mundo (Ucrania o las “primaveras árabes”). La táctica principal pasó a ser la de los “golpes blandos”, caracterizados por el uso combinado de las protestas de la sociedad civil, de la artillería mediática, el uso desestabilizador de las instituciones, y el sabotaje económico, que crean una sensación de caos para propiciar el derribo de Gobiernos hostiles o refractarios al poder de Washington.
Así en Argentina -mediante el sabotaje de la economía y con el apoyo de los sectores más proyanquis de la oligarquía bonaerense- consiguieron crear las condiciones para que en las elecciones de 2015 -en la segunda vuelta y por un estrecho margen- saliera Mauricio Macri. Un presidente que ha consagrado su mandato a entregar a la Argentina a las manos del capital extranjero (especialmente al de Wall Street), a desmantelar todos los avances sociales del kirchnerismo, a atacar duramente las condiciones de vida y de trabajo de las clases populares, a recortar las libertades o a atacar a los derechos civiles.
Casi al mismo tiempo se puso en marcha en Brasil una trama cuyo objetivo era derribar al Gobierno del Partido de los Trabajadores. Junto a la farsa jurídica que ha acabado metiendo -sin pruebas- a Lula en la cárcel, inhabilitándolo como candidato, se inició un fraudulento juicio parlamentario (impeachment) que logró su objetivo en 2016 con la destitución de Rousseff y la investidura de Michel Temer. Un representante de los sectores más reaccionarios y vendepatrias de la oligarquía carioca que ha usado su mandato «interino» para atacar sin miramientos las condiciones de las clases populares brasileñas: rebajando salarios y pensiones, destruyendo los derechos laborales, militarizando los barrios populares, dando carta blanca a la opresión policial…
A estas dos reconducciones made in USA en Argentina y Brasil es posible que haya que sumar otra, mucho más sibilina. Lenín Moreno es el actual presidente de Ecuador. Pese a ganar gracias al apoyo de Rafael Correa y con la promesa de seguir profundizando la Revolución Ciudadana, Correa acusa a Moreno de dar la espalda a la defensa de la soberanía de Ecuador, dando un giro diplomático y alineándose con EEUU en sus ataques contra Venezuela.
El resultado de la vuelta de Brasil o Argentina a la órbita norteamericana es ambivalente: por un lado han vuelto a anclar a ambos países a su yugo, quebrando el frente antihegemonista latinoamericano al privarle de dos importantes miembros (en especial del poderío económico carioca). Pero por otra parte han sido incapaces de dotar de la más mínima estabilidad su recuperado dominio.
En Argentina, Macri no solo se enfrenta a un potente movimiento de masas que inunda permanentemente las avenidas de Buenos Aires de millones de manifestantes, sino que su mandato parece haber abocado al país a una devastadora crisis económica.
En Brasil, EEUU y la oligarquía han podido evitar que Lula se presente a las elecciones, pero no que exista un vasto movimiento de oposición tanto a Temer como al candidato de la ultraderecha, el exmilitar golpista Jair Bolsonaro.
La desestabilización de Venezuela y Nicaragua.
Tras el fracaso del «golpe de Estado clásico» de 2002, Washington y la oposición venezolana apostaron por la desestabilización permanente -a través de la guerra económica y la táctica del golpe suave- para provocar la caída del Gobierno bolivariano. Movilizaciones violentas (guarimbas), boicot de los empresarios para dejar de importar o detener la producción y así provocar desabastecimiento, o la imposición de sanciones para impedir al ejecutivo del país caribeño comprar medicamentos, alimentos o cualquier otro producto que necesite en el mercado internacional. O la acusación de «dictadura» contra un país en el que la oposición ganó las elecciones legislativas en 2015, para luego usar el Parlamento como un trinchera para desestabilizar el país.
No sin dificultades (ni sin cometer graves errores en el tratamiento de las contradicciones en el seno del pueblo), el Gobierno de Maduro ha resistido los intentos de derribo, incluido un reciente intento de magnicidio utilizando tres drones explosivos durante un desfile militar.
Sin embargo, el hegemonismo está dispuesto a aumentar su órdago. Desde la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, la opción de una intervención militar directa de EEUU en Venezuela se ha hecho más que posible. A lo largo de 2017, Trump llegó a plantear el ataque militar a su equipo presidencial, y llegó a consultar a diferentes líderes latinoamericanos -como el presidente colombiano Santos- acerca de la intervención armada. Más recientemente aún se ha conocido que altos dignatarios de Trump mantuvieron reuniones con golpistas rebeldes dentro del ejército venezolano.
Esta trama de golpistas sigue en activo, y según la propia fuente del NY Times -un militar sedicioso de alto rango bien situado en el escalafón- está compuesta por al menos tres tramas independientes y cuenta con cientos de efectivos, aunque las distintas investigaciones llevadas cabo por Maduro en el último año pueden haber diezmado sus filas.
Un caso similar es el de Nicaragua. Más allá de los gravísimos errores del Gobierno de Daniel Ortega o de la injustificable y cruenta represión a los manifestantes opositores, la tensión que vive el país tiene la marca de EEUU, que intenta derribar a un Gobierno sandinista que no solo es hostil a su intervención, sino que está llegando a peligrosos acuerdos con China para la construcción de un segundo canal transoceánico que quitaría a Washington el monopolio del Canal de Panamá.
Sin embargo, por el momento, ambos países -junto con otros como Bolivia o Cuba- resisten a los esfuerzos desestabilizadores de EEUU. Una administración Trump que no ha podido evitar que en su país vecino, una opción progresista y que defiende la soberanía nacional como la que representa López Obrador gane las elecciones.
La América hispana se levantó, y EEUU retrocedió.
EEUU hace grandes esfuerzos por recuperar un terreno que ha perdido. Y lo ha perdido porque la lucha de los pueblos hispanos se lo ha arrebatado.
No hace tanto tiempo, América Latina venía de largas décadas de haber sido «el patio trasero de EEUU». Después de que a finales del s. XIX Washington adoptara firmemente la doctrina Monroe («América para los [norte]americanos»), el imperialismo USA se fue haciendo dueño del continente: primero del Caribe y de Centroamérica, y después de toda América del Sur.
Durante más de un siglo, Washington esquilmó las riquezas del continente y lo llenó de dictadores títeres, y solo la revolución de los barbudos cubanos (1959), y luego de los sandinistas en Nicaragua (1979) fueron capaces de arrancar países de las garras de Washington. El fin de la Guerra Fría y el nuevo orden mundial de los Bush pareció anunciar un nuevo siglo de yugo norteamericano.
Pero los pueblos cambiaron la historia. La primera década del nuevo siglo vio nacer una poderosa corriente de países y pueblos latinoamericanos que -en todo o en parte- consiguieron zafarse del dominio gringo, conquistando cotas de soberanía, de progreso y bienestar inauditas.
Así, las masas populares llevaron al poder a distintos Gobiernos, diferentes entre sí, pero unidos por un carácter progresista y antiimperialista: Hugo Chávez en Venezuela (1998), Jean-Bertrand Aristide en Haití (2000), Lula en Brasil (2003), Néstor Kirchner en Argentina (2003), Manuel Zelaya en Honduras (2005), Evo Morales en Bolivia (2006), Rafael Correa en Ecuador (2006), los sandinistas de Ortega en Nicaragua (2006), Fernando Lugo en Paraguay (2008), el Frente Amplio de José Mujica en Uruguay (2010)…
Así nació un auténtico Frente Antihegemonista Latinoamericano, y aquellos países retomaron en sus manos el control de sus propias fuentes de riqueza, adquiriendo una capacidad -imposible hasta ese momento- de imponer los intereses nacionales y populares frente a los del capital extranjero. Experimentando así un increíble desarrollo económico (en aquellos años el PIB de Brasil aumentó un 267%, el de Venezuela un 417%, el de Argentina un 468%, el de Bolivia un 295%, el de Ecuador un 214%… ) acompañado de importantes avances en las condiciones de vida y trabajo de los sectores más empobrecidos.
Esta vibrante década de avance de los países y pueblos de América Latina no se dio sin una encarnizada lucha contra los esfuerzos de EEUU por volver a retomar su antaño férreo control sobre el continente. Algunos países resistieron las andanadas de EEUU, como el fallido golpe a Chávez en 2002 o contra Correa en 2010. Pero mediante golpes militares (Haití, Honduras), institucionales (Paraguay), o pucherazos electorales (México en 2006) Washington logró recuperar algunas plazas y retener otras.
Sin embargo, en aquella primera década -en la que EEUU atravesaba dificultades con el fracaso de la administración Bush tras su empantanamiento en Irak- el balance de la batalla fue claramente favorable a los pueblos y nítidamente adverso para el Imperio.
Un pulso aún por decidir.
El balance provisional de esta enorme contienda no arroja un resultado determinante. En algunos países la ofensiva hegemonista ya se ha cobrado su pieza, colocando a Gobiernos pronorteamericanos (Brasil, Argentina, ¿Ecuador?), pero su dominio no consigue estabilizarse. En los países latinoamericanos que controla, ha logrado mantener a Gobiernos afectos al mando de plazas fuertes como Colombia… pero no ha podido evitar en México la victoria electoral del izquierdista López Obrador. En otros lugares (Venezuela o Nicaragua) la desestabilización made in USA arrecia con fuerza, pero logran resistir.
Por todas parte, el continente hispano bulle de fuerzas de lucha y resistencia frente al dominio imperialista. La actual batalla por Iberoamérica dista mucho de estar cerrada ni decidida.