Desde las elecciones generales del 20D de 2015, un Gobierno de Progreso era más que una posibilidad. Era una exigencia de una mayoría de votos (16 millones) y escaños enfrentada a los recortes que entonces imponía la troika y la oligarquía española de la mano del gobierno de Rajoy.
Han tenido que pasar cuatro años -y muchas peripecias- pero finalmente, está aquí. Con los votos de 167 diputados, y en base a un acuerdo de gobierno entre PSOE y Unidas Podemos, se pone en marcha el primer gobierno de coalición de la historia reciente de España. Un gobierno que además, al contar con fuerzas más a la izquierda de la socialdemocracia clásica, será el gobierno más a la izquierda de Europa.
Mucha gente lo ha visto pegada al televisor, y al final, no ha podido evitar saltar de emoción.
En una votación ajustada hasta la náusea, Pedro Sánchez ha sido investido presidente con 167 votos a favor y 165 en contra. Todos los medios resaltan los ataques y dificultades a que deberá enfrentarse el nuevo ejecutivo. Se ha hecho todo lo posible para que no se constituya, incluyendo el acoso a algunos diputados para que cambiaran el sentido de su voto. Se amenaza con tumbar “un gobierno ilegítimo contra el que valdrá todo”, y se anticipa “una ofensiva por tierra, mar y aire”.
Pero quieren ocultarnos o soslayarnos el aspecto más importante y decisivo que ha permitido la investidura: si este gobierno progresista puede existir es porque hay una mayoría, en el parlamento y en la sociedad, que quiere que se constituya. Es esa mayoría social de izquierdas la que se ha estado movilizando sin parar estos últimos años.
El viento popular, una década soplando
Fue esa mayoría social progresista la que se movilizó en las plazas y en las calles en el movimiento 15M, planteando una moción de censura en su totalidad a un sistema político, económico y social que condenaba a las amplias masas «a ser mercancía en manos de políticos y banqueros» y a tener que pagar las pérdidas de una crisis que ellos no habían provocado.
Una crisis que -recordémoslo- se originó en EEUU, el mismo centro de poder imperialista de donde salió la exigencia de que los países más dependientes del sur de Europa -el nuestro, junto a Grecia o Portugal- debían ser expoliados a conciencia, para que las grandes potencias pudieran trasladarles las consecuencias más dañinas de la crisis. Unos EEUU que siguen imponiéndonos un proyecto de saqueo que -lejos de haber acabado- necesitan llevar mucho más allá.
Recordemos que Zapatero fue obligado, primero a través de una imposición de Obama a presentar el primer paquete de recortes, luego por el “diktat” de Merkel a una reforma exprés de la Constitución que diera prioridad al pago de la deuda a la gran banca (art. 135). Posteriormente, los gobiernos de Rajoy impusieron la reforma laboral, recortaron las pensiones…
España es el segundo país de la UE donde más han aumentado las desigualdades desde 2007. Para que pocos, o mejor dicho muy pocos, mantuvieran o aumentaran sus beneficios, se ha impuesto precariedad, salarios bajos, peores condiciones de vida… a la mayoría.
Pero ante esta ofensiva de saqueo se han levantado enormes resistencias en la sociedad española, que han tenido hondas consecuencias sociales y políticas, y sin las que no sería posible entender la formación del nuevo gobierno. Para empezar, el viejo modelo político bipartidista quedó agrietado e inservible.
El enorme y creciente empuje de ese viento popular se reflejó en las multitudinarias movilizaciones contra los recortes, desde los sindicatos a los estudiantes, desde el movimiento feminista al de pensionistas… Y que se ha plasmado políticamente en la permanente irrupción, desde 2016, de la posibilidad de un gobierno de progreso donde se expresara la influencia de la mayoría social contra los recortes y por la regeneración democrática.
Oportunidades para el Gobierno de Progreso, una y otra vez.
Las elecciones del 20D de 2015 ya tuvieron una consecuencia. Rajoy no podía ser investido sino con el permiso de un Pedro Sánchez que se empeñaba en el «No es No». Fue necesario un golpe interno en el PSOE -defenestrando el aparato del PSOE a un Sánchez que luego volvió aupado por las bases socialistas- para prohibir la formación de un gobierno de progreso.
Y en 2019 esta batalla ha sido más aguda, forzando elecciones en abril para acabar con el gobierno surgido de la moción de censura, e imponiendo una nueva repetición electoral en noviembre para impedir un gobierno excesivamente escorado a la izquierda.
Pero a pesar de mil zancadillas y dificultades, a pesar de las ocasiones perdidas, los reveses y las traiciones, la mayoría social progresista se ha venido abriendo paso. En las calles -con luchas populares como las mareas, las huelgas generales, el movimiento de pensionistas o el feminista- y en las urnas, impidiendo que pudiera avanzar la alternativa más agresiva de “gobierno de los recortes”, presidida por el PP de Casado y con la presencia de Vox como “ariete”.
La persistencia de la lucha de la mayoría social ha dado como fruto un enorme triunfo, tan dulce como amargos han sido los reveses que hemos tenido que superar para conquistarlo.
Ahora es el momento de celebrarlo. Y después será el tiempo de seguir luchando para apoyar y exigir al gobierno PSOE-UP, para que cumpla las altas expectativas que mucha gente ha depositado en ellos.