Poniendo el dedo en una dolorosa llaga, Krauze recordaba las palabras del poeta español José Moreno Villa, «México es un país donde nadie ha muerto: Cuauhtémoc y Cortés, Hidalgo, Juárez, Villa y Zapata siguen vivos» para contraponerlas a una España que, en cambio, «parece por momentos un país sin historia o, más precisamente, un país que se ha sometido voluntariamente a una operación de amnesia». Olvidar el olvido, recuperar nuestra historia para comprender quiénes somos y donde están enterradas las mejores semillas de nuestro pasado que germinan con fuerza para conquistar el futuro. En pocas palabras, venía a decir Krauze, España debe olvidarse del olvido, no puede dejar de lado su dimensión iberoamericana o no será.
Justo 20 años después de aquello, otro historiador mexicano, Tomás Pérez Vejo, publicaba a finales de este pasado mes de septiembre un artículo titulado “Un proyecto para España”, donde nuevamente desde el mundo hispano, y otra vez desde México, vuelve a ponerse el dedo en la llaga sobre uno de los problemas más acuciantes a los que se enfrenta hoy la sociedad española: el conflicto catalán y, por extensión, el arduo y complejo problema de la articulación nacional de nuestro país.Un problema nacionalPara empezar, una afirmación contundente que sitúa en su justo sitio el problema. Y lo hace, además, alejándose del diagnóstico y las recetas en que las élites políticas dominantes quieren encerrarlo. «El siglo XIX español no sólo construyó un relato de nación coherente, sino que lo hizo creíble» “La disgregación del Estado-nación español, se resuelva como se resuelva el actual conflicto catalán, es una posibilidad que no puede ser descartada. A pesar de la lógica incredulidad que genera, ha estado presente desde hace ya tiempo y seguido el camino habitual de las ideas que rompen el statu quo: de inimaginable a posible y finalmente, para muchos ya en este momento, inevitable. Cabría incluso afirmar que la barroca solución ideada por la Constitución de 1978 no sólo no resolvió el problema sino que es posible que lo haya agravado hasta volverlo irresoluble, entre otros motivos porque lo entendió como un problema de Estado y no como lo que realmente es: un problema de nación”.Primera idea fuerte: no estamos ante un problema de Estado, es decir, no es un problema resoluble en términos jurídicos, administrativos ni burocráticos. Parapetarse en la Constitución para frenarlo, no sólo no resolverá el problema, sino que lo agravará. No es a una articulación más o menos descentralizada del Estado a lo que, en profundidad, nos enfrentamos, sino a la incapacidad de una clase dominante española -históricamente entregada y sumisa a los poderes imperiales extranjeros- para articular un proyecto nacional digno de ese nombre en el que el conjunto de los ciudadanos y sus territorios se vean representados y hagan, por tanto, suyo.“El fracaso del Estado-nación español, suponiendo que finalmente se convierta en un proyecto abortado, no tiene que ver con la organización del Estado (centralista, federal, confederal, de las autonomías, monarquía, república, etcétera), sino con la incapacidad para conseguir que sus ciudadanos se sientan parte de una misma comunidad nacional. Las naciones no son realidades objetivas, sino mitos de pertenencia que se construyen y renuevan en el tiempo. Sin embargo —consecuencia de las dificultades objetivas o de la indigencia intelectual respecto al hecho nacional de las élites que hicieron la Transición, poco importa—, el régimen político nacido de la Constitución de 1978 abandonó casi por completo cualquier proyecto de construcción nacional e hizo suyo el relato de una nación española a la defensiva, laminada entre proyectos de tipo centrífugo y un horizonte europeo que se ofrecía como solución pero no como proyecto nacional propio. El resultado: un acelerado proceso de desnacionalización de España y de nacionalización de sujetos políticos alternativos”.Cesión por arriba, desarticulación por abajoEn este párrafo está contenida buena parte de la sustancia del artículo: la inexistencia de un proyecto nacional propio para España y la laminación de España como nación, emparedada entre, por un lado, el proyecto de la Europa alemana que exige cada vez mayores cesiones de soberanía; y, por el otro, por la desarticulación propiciada por las fuerzas centrífugas de unos nacionalismos periféricos cada vez más fuertes y voraces.«El rechazo al franquismo se confundió con el rechazo a la España que no estuvo operativa» “El éxito político de los nacionalismos periféricos para construir naciones ha sido desde esta perspectiva innegable; tanto como el fracaso del nacionalismo español, no ya para hacer nación, sino para mantener la anteriormente construida. Y es que una de las peculiaridades del proceso de construcción nacional español es que empieza bien pero acaba mal. Esta afirmación exige una pequeña digresión histórica. La historia política del mundo contemporáneo no es, como quiere el pensamiento nacionalista, la de naciones en busca de Estado sino la de Estados en busca de naciones, entre otros motivos porque con el fin del Antiguo Régimen éstas se convirtieron en lo que anteriormente nunca habían sido: la forma exclusiva y excluyente de legitimación del ejercicio de poder, en nombre de la nación y no por la gracia de Dios. Y los Estados que no consiguieron fabricar naciones a su medida desaparecieron, disgregados en otros más pequeños o absorbidos por otros más grandes, desde la Gran Colombia al Reino de las dos Sicilias”.De Pi i Margall a hoyAsombrosamente, afirma Pérez Vejo, la idea de nación trabajosamente construida por las fuerzas liberales y progresistas a lo largo de todo el siglo XIX -y que adoptaron distintas formas: liberales, progresistas, republicanos, federalistas,…- se ha ido diluyendo a lo largo del tiempo. Como recoge el historiador mexicano, hasta un republicano, federalista y catalán por más señas, como Pi i Margall, se sentía orgulloso en el último tercio del siglo XIX de cómo la idea de nación, de unidad de todo el pueblo en torno a un mismo proyecto nacional, estaba firmemente arraigada al advenimiento de la Iª República española. “El Estado-nación español, nacido de la disgregación del antiguo Estado-imperio que había sido la Monarquía católica, dedicó lo mejor de sus energías, lo mismo que el resto de sus contemporáneos, a construir una nación, y con éxito más que notable. El siglo XIX español no sólo construyó un relato de nación coherente —una nación es sólo la fe en un relato—, sino que lo hizo creíble, tanto como para que en una fecha tan temprana como 1877 Pi i Margall pueda escribir, satisfecho, que “la nación está vigorosamente afirmada en el pensamiento y en el corazón de todos los españoles; […]¿en qué pueblo ni en qué provincia se ha visto jamás tendencia a separarse de España?”.Un siglo y medio más tarde, sin embargo, la respuesta a la retórica pregunta del federalista catalán es necesariamente otra. La tendencia a separarse de España se ha hecho real en muchos pueblos y provincias y la nación no sólo no está “vigorosamente afirmada en el pensamiento y el corazón de todos los españoles”, sino que no son pocos los que niegan incluso que exista; si acaso, una nación de naciones, algo así como el misterio de la Santísima Trinidad en versión posmoderna. Y es que en medio pasaron muchas cosas; entre otras, cuarenta años de franquismo, de efectos devastadores sobre el proceso de construcción nacional español, y una transición política que en muchos aspectos no lo fue menos”.Franquismo y TransiciónLos 40 años de dictadura franquista, y su sustitución a lo largo de la Transición por un régimen político diseñado y controlado por los mismos poderes que auparon y sostuvieron a Franco -una oligarquía financiera parasitaria, raquítica y especulativa, que en los años 50 se entregó al imperialismo norteamericano para, 30 años después, entregarse también a las grandes potencias europeas-, ha dado lugar a que se introduzca en la conciencia de numerosas generaciones una falsa memoria histórica que equipara -“en un mismo magma indefinido”, como dice Pérez Vejo- el franquismo con la idea de España, al Estado español -un término inventado por el propio franquismo, nunca antes se había utilizado este concepto- con la nación española.«El fracaso del Estado-nación español no tiene que ver con la organización del Estado sino con la construcción de la nación» “La falta de legitimidad que amplios sectores de la población atribuyeron al régimen nacido del 18 de julio generó un proceso desnacionalizador que confundió —en un mismo magma indefinido— Gobierno franquista, Estado español y nación española y que, por obvios motivos, afectó sobre todo a la izquierda. La afirmación de Andrés de Blas Guerrero de que “una parte estimable de la izquierda antifranquista trabajó como agente objetivo de desnacionalización y deslegitimación del Estado español en tanto que realidad histórica” describe de manera precisa un fenómeno en el que hasta el uso de la bandera tenía carácter partidista. Proceso particularmente relevante durante los años de la Transición por la coyuntura histórica en la que ésta tuvo lugar, España sufrió en los años posteriores a 1960 una de las transformaciones sociales más rápidas y profundas de toda su historia, fenómeno común al conjunto de los países occidentales pero particularmente virulento por el retraso comparativo de su inicio, con los cambios concentrándose en un periodo de tiempo mucho más corto. Transformaciones sociales (emigración rural, colapso de la sociedad campesina tradicional, cambios en los hábitos religiosos, ruptura de la estructura familiar…) que dinamitaron los viejos vínculos comunitarios y generaron el caldo de cultivo favorable para su recreación simbólica en la nación, no sólo sujeto político sino también refugio de la intemperie identitaria generada por los procesos de modernización. Necesidad de recreación de vínculos comunitarios que llega a su punto álgido coincidiendo aproximadamente con el momento de la transición política, justo en el momento de mayor deslegitimación de la nación española como realidad histórica”.Una izquierda sin proyecto nacional Y, curiosamente, quienes más activa y eficazmente han trabajado por hacer imposible un proyecto nacional de largo alcance han sido las fuerzas de izquierdas. De sus programas ideológicos y políticos han nacido las principales ideas que tienden a asimilar la idea de España al viejo régimen franquista. Diluirse en una Europa presentada como el no va más de la modernidad y el progreso -y no como es en realidad, un proyecto de dominio de las grandes burguesías monopolistas europeas sobre los países más débiles política y económicamente- como alternativa a la rancia y casposa idea de España del franquismo ha sido una de sus señas de identidad. “La imagen de España aparecía contaminada de franquismo, y aquí se debe tener en cuenta que el relato de nación franquista, a pesar de la verborrea antiliberal de sus ideólogos e intelectuales orgánicos, siguió siendo a grandes rasgos el forjado por el nacionalismo liberal decimonónico. Nada particularmente llamativo. Los grandes mitos de pertenencia se desarrollan en la larga duración histórica, por lo que resultan difíciles de cambiar y de modificar en la corta. El rechazo al franquismo se confundió con el rechazo a la España que no estuvo operativa, o lo estuvo de manera defectuosa, como mito de pertenencia a la hora de catalizar la necesidad de lazos comunitarios en un momento de dramática fractura de la sociedad tradicional. Situación que propició una auténtica orgía de naciones alternativas, desde las más arraigadas (Cataluña y País Vasco) a las de riguroso estreno, que colorearon de banderas y naciones la totalidad del territorio español. Y más arraigadas no significa, por supuesto, más reales La delirante distinción entre nacionalidades y regiones que hace la Constitución de 1978 responde, en el mejor de los casos, a diferencias en un momento histórico, carentes como consecuencia de cualquier otro tipo de significado y, por supuesto, cambiantes en el tiempo; en el peor, sólo una forma de mantener vivo el proceso de diferenciación identitaria facilitando la construcción de relatos de nación alternativos”.La clamorosa ausencia de las clases populares y sus intereses en todo este proceso, es el origen último de la ausencia de un proyecto nacional común, capaz de unir al 90% de la población en la conquista de otro destino y otro lugar en el mundo para España. “El fracaso del Estado-nación español, en resumen, no tiene que ver con la organización del Estado sino con la construcción de la nación, y no se resuelve con ingeniería constitucional sino con políticas de construcción de identidad compartida, sean éstas del tipo que sean. Un fracaso que tampoco debe magnificarse; al fin y al cabo, buena parte de los principales Estados-nación europeos podrían definirse como multinacionales: una especie de relativo fracaso colectivo en los procesos de homogeneización nacional. El problema, si acaso, sería el de unas élites políticas, las españolas actuales, cuya ausencia de un proyecto de nación, no de Estado, resulta casi pavorosa”.