En una ajustadísima y bronca votación -60 votos a favor y 59 en contra- la Knésset israelí ha descabalgado del poder a Benjamín Netanyahu, el primer ministro que durante más tiempo ha gobernado en la historia de Israel: 15 años si se suma su primer mandato (1996-1999). Para ello han sido necesaria la formación de una coalición «anti natura» que suma los votos de ocho partidos que van desde la derecha sionista hasta las formaciones de la minoría árabe. El nuevo ejecutivo de unidad nacional, sostenido por una endeble e inestable mayoría, estará liderado los dos primeros años por el ultranacionalista Naftalí Bennet y los dos siguientes el centrista Yair Lapid. Ha fijado como prioridad detener la creciente polarización y división interna de la sociedad israelí.
La toma de posesión del nuevo gobierno fue tan tensa como lo han sido los acontecimientos de las últimas semanas en Israel, donde al mismo tiempo que las bombas masacraban Gaza y que la represión se recrudecía en los barrios árabes de Jerusalén y contra los palestinos de Cisjordania, se producía un hecho insólito. Por primera vez, una ola de violencia étnica se extendía hacia el interior de las ciudades israelíes, donde turbas de extremistas ultrasionistas se internaban «a la caza del árabe» en los barrios de mayoría musulmana y protagonizaban verdaderos pogromos de limpieza racial, incendiando comercios y viviendas de los israelíes de origen palestino, o linchando y asesinando a la gente por su color de piel. Los ciudadanos árabe-israelíes constituyen una quinta parte de la sociedad. Una deriva etnicista de este calibre ponía en serio peligro la estabilidad política y social del Estado de Israel, y por ende del principal gendarme militar norteamericano en Oriente Medio.
Los gritos, protestas e insultos de los diputados más extremistas, aliados de Netanyahu -que tuvieron que ser expulsados del hemiciclo- no impidieron que se realizara la votación, y de que Naftalí Bennet, el nuevo primer ministro, diera un discurso. “Es momento de que los líderes responsables detengamos esta locura”, arrancó, refiriéndose a la violencia étnica. La división “nos ha llevado a una tormenta de odio y a un conflicto entre hermanos, que conllevó la paralización del país». «Ahora abriremos un nuevo capítulo en la relación con los ciudadanos árabes de Israel”, aseguró, dirigiéndose a la bancada de la izquierda y de la facción árabe (Ra’am), que ha sido decisiva para poder defenestrar al Likud y a sus aliados ultras.
En cambio, el discurso del primer ministro saliente Netanyahu no fue interrumpido, aunque estuvo lleno de rencor hacia Bennet, un «traidor» que hasta hace no mucho había sido su estrecho colaborador. Tras enumerar los «muchos logros» de sus doce años de gobierno, cargó contra el Judas. «Bennet no tiene credibilidad en la arena global. Un primer ministro debe ser capaz hasta de decir no al gobierno norteamericano”, dijo refiriéndose a los planes de Biden de reingresar al pacto nuclear con Teherán».
Con estas palabras, Netanyahu dio una soslayada clave de la coalición que se ha formado en su contra. La explicación «oficial» es acabar con la deriva extremista de un Netanyahu capaz de alimentar la polarización para escapar de las múltiples causas por corrupción que tiene en marcha, y que lleva dos años sumiendo a Israel en una interminable sarta de crisis políticas y procesos electorales. Pero esto, con ser una parte de la realidad, no es ni de lejos la más importante. El problema está en la relación con el actual inquilino de la Casa Blanca, y con la honda división en dos fracciones de la propia clase dominante norteamericana. ¿Puede ser Israel un instrumento efectivo de la geopolítica de Biden en Oriente Medio, con un gobierno «trumpista» permanentemente díscolo con los mandatos del Departamento de Estado?
Con la salida del díscolo y “trumpista” gobierno Netanyahu, EEUU gana capacidad de controlar y manejar a su principal gendarme militar en Oriente Medio.
Porque no es que Bennet sea ningún «moderado», y ni mucho menos un «progresista», como nos quieren dibujar a Biden. El líder del partido ultranacionalista Yamina (en hebreo: «a la derecha) es -más aún que Netanyahu- un auténtico «halcón sionista», representante del ala dura de los colonos, defensor de la anexión sin contemplaciones de Cisjordania o de borrar Gaza del mapa, y partidario de impedir a toda costa -incluso con agresiones militares- que Irán se dote de poder nuclear. Pero su gobierno será mucho más manejable para la Casa Blanca.
Frente a los constantes reproches e insolencias hacia Biden de un Netanyahu que en los últimos años había estrechado extremadamente los lazos con Donald Trump y la línea que representa, Bennet comenzó su discurso de investidura agradeciendo el compromiso del presidente norteamericano “con la seguridad de Israel” durante la reciente ofensiva militar en Gaza, y prometió operar para “recuperar el apoyo bipartidista en EEUU”.
Por más que Bennet tenga hondas diferencias con la actual línea dirigente de la Casa Blanca, el hecho es que tiene sólo siete diputados y que para gobernar necesita una gran cantidad de consensos con fuerzas muy diferentes, con un gobierno de 28 ministerios repartidos entre diferentes partidos.
«Desde hace tiempo, Bennett se ha posicionado a la derecha de Netanyahu. Pero será restringido severamente por su coalición inflexible, que cuenta apenas con una estrecha mayoría en el parlamento e incluye a partidos de centro, derecha e izquierda», advierte el rotativo norteamericano Los Ángeles Times.
Es por tanto, un gobierno débil y fácil de «remover» o reconducir por los centros de poder hegemonistas. Con la salida del díscolo y “trumpista” gobierno Netanyahu, EEUU gana capacidad de controlar y manejar a su principal gendarme militar en Oriente Medio.