La sucesión prácticamente ininterrumpida de insurrecciones, golpes de Estado y enfrentamientos étnicos que sufre Kirguizistán -tres en los últimos cinco meses- está poniendo en cuestión la misma existencia del Estado kirguiz tal y como ha existido desde su independencia de la URSS en 1991. El fantasma de una sangrienta fragmentación como la ocurrida en Yugoslavia en los años 90 toma forma. Y la región sur del país, en la frontera con Uzbekistán, suma puntos para convertirse en un nuevo Kosovo, esta vez en las estepas del Asia Central.
Desués de la insurrección del mes de abril que destituyó al ex presidente Bakiev y el contragolpe de los partidarios de éste en el sur del país que desembocó en los enfrentamientos étnicos con la minoría uzbeca, una nueva intentona golpista ha desestabilizado el país a principios de agosto. Su protagonista en esta ocasión ha sido el empresario y opositor Urmat Barykbasov, que ya intentó presentarse sin éxito a las elecciones presidenciales de 2005 y cuya residencia habitual y sus negocios están fuera del país, en el vecino Kazajstán. La intentona de Barykbasov no es sino la última manifestación de la fragmentación política, social y étnica que vive un país sacudido por las tensiones geopolíticas que recorren la región. Y que tienen su epicentro en la disputa entre Washington y Moscú, el uno por adquirir nuevas posiciones en una región de importancia estratégica por constituir el “vientre blando” de sus dos principales rivales, Rusia y China, el otro por tratar desesperadamente de mantener bajo su influencia una zona que desde los tiempos de los zares ha considerado poco menos que su “patio trasero”. Washington toma la iniciativa Las vacilaciones del Kremlin, incapaz de intervenir en los pasados disturbios étnicos por miedo a quedar atrapado en un conflicto potencialmente explosivo y con múltiples ramificaciones regionales, han dado alas a Washington para tomar la iniciativa, consciente de que es mucho lo que puede ganar si consigue abrir un espacio para su intervención y presencia, directa o indirecta, en la laberíntica región de Asia Central. De acuerdo con el gobierno de Kazajstán –uno de los jugadores clave de la región, y que hasta ahora había jugado políticamente en la órbita de Moscú y económicamente en la de Pekín–, EEUU ha propuesto la celebración para el próximo mes de octubre de una cumbre de la Organización para la Seguridad y la Cooperación Europea (OSCE) en Astana, la capital kazaka, para tratar su posible participación en la guerra de Afganistán y, paralelamente, estudiar la posibilidad de una intervención para estabilizar la situación en Kirguizistán, con el envío de un contingente de policías bajo mandato de la OSCE como fuerza de interposición en los enfrentamientos étnicos del sur del país. La iniciativa norteamericana ha pillado a contrapié y representa un desafío tanto para Rusia como para China. Para medir la importancia del hecho, hay que recordar que la OSCE –un organismo creado durante la guerra fría para tratar de limar los conflictos entre el bloque soviético y el occidental– no celebra una cumbre desde 1999. A ella pertenecen 56 países, entre los que se incluye Rusia, pero no China. Influencia ascendente Parece evidente que a raíz de la caída de Bakiev se está produciendo un cambio de tendencia en el Asia central, cuyos réditos están siendo percibidos por la diplomacia norteamericana: la influencia de EEUU en la región sigue una curva ascendente. Si, como decían los antiguos, a la naturaleza le horroriza el vacío, esto es especialmente cierto en lo que atañe al imperialismo. Han bastado las vacilaciones y el repliegue de los organismos de seguridad regionales dirigidos por Moscú ante la crisis kirguiz, para que EEUU haya apretado el acelerador buscando ocupar ese vacío. Hace apenas 15 días, en la Conferencia Internacional de donantes celebrada en Bishkek, la capital de Kirguizistán, el Banco Mundial, inducido por Washington, sorprendió a propios y extraños comprometiendo 1.500 millones de dólares de ayuda para Kirguizistán, cantidad que incluso superaba las peticiones del propio gobierno kirguiz. Un movimiento que había sido ya anunciado por el brazo derecho de Hillary Clinton en el Departamento de Estado, Robert Blake, que unos días antes había afirmado en Washington que “Reconocemos que otros países tienen intereses en Asia Central. Pero no aceptamos que ningún país tenga intereses exclusivos. No estamos en competencia con ningún país por la influencia en Asia Central… El mantenimiento de la Central de Transporte de Manas es una prioridad importante de seguridad nacional para Estados Unidos, pero la central sólo podrá mantenerse si Kirguizistán es un socio estable y fiable. La central es una parte importante de nuestra asociación, pero nuestro enfoque ha sido y sigue siendo el desarrollo de una política general, económica y de seguridad”. Heridas balcánicas Sin embargo, la audaz estrategia de EEUU tampoco está exenta de riesgos y las perspectivas a medio plazo de Kirguizistán son preocupantes. Y no sólo por la extrema fragmentación política que lo recorre. Las divisiones regionales en el país se están profundizando. La retórica nacionalista empieza a ser estridente, las brechas étnicas entre Kirguizistán y Uzbekistán se siguen ampliando y las quejas de la minoría uzbeca son sistemáticamente ignoradas. Con unos cuerpos de seguridad preñados de prejuicios contra los uzbecos, no son en absoluto descartables nuevos ataques de venganza y pogromos étnicos. Recientemente, un grupo de expertos en Asia Central escribían en el periódico británico The Guardian que “hay tres posibles modelos para el futuro [de Kirguizistán]: el de Sri Lanka, donde una organización guerrillera de gran alcance surgió después de los disturbios étnicos, el de Chechenia, donde un naciente movimiento nacionalista cayó preso de las redes islamistas, y el de Uzbekistán, que reaccionó al levantamiento de Andizhán en 2005 con una represión abrumadora. Ninguno de ellos es muy inspirador.” Pero hay quien a estos tres modelos añade un cuarto como más probable: Kosovo. EEUU está llevando a cabo un plan cuidadosamente coreografiado, y el envío del contingente de policías de la OSCE es un primer paso necesario en él. De hecho, los 52 policías desarmados de la OSCE no pueden hacer mucho para estabilizar el sur de Kirguizistán. ¿Pero qué pasaría si se quedaran atrapados en medio de nuevos disturbios étnicos y fueran atacados por una de las partes? La respuesta está clara: la presencia de más amplias unidades armadas en el sur de Kirguizistán sería presentada como imprescindible. Y la única organización capaz de hacerlo es la OTAN. Hay una base militar de EEUU en Manas, una base aérea francesa en Dushanbe (Tayikistán), un contingente de 154.000 soldados de la OTAN en Afganistán. De producirse, estaríamos ante un escenario muy similar al de Kosovo. Como ocurrió en la ex provincia serbia, la presencia de observadores y fuerzas de interposición internacionales puede envalentonar a los uzbecos étnicos en el sur de Kirguizistán para exigir una autonomía inasumible. Con su iniciativa, en cierto modo EEUU ha entrado en el juego de alentar los latentes sentimientos separatistas de la minoría uzbeca en las regiones sureñas de Kirguizistán de Osh y Jalalabad. Si esto constituye un meditado enfoque de Washington en concierto con el gobierno uzbeko, las consecuencias para la trayectoria futura de la geopolítica de Asia Central pueden llegar a ser enormes. Y de hecho la propia integridad de Kirguizistán y su viabilidad como Estado pueden estar en juego. En la década de los 90, una administración demócrata, la de Clinton, abrió una sangrante herida en el costado balcánico de Europa para frenar la emergencia de Alemania tras la caída del Muro. Dos décadas después, otra administración demócrata, la de Obama, puede estar tentada de repetir el ensayo, esta vez en los Balcanes euroasiáticos y dirigida a contener la emergencia de China.