Los proyectiles de Putin no dejan de llover sobre Ucrania, descargando su granizo de muerte.
A finales de agosto, Rusia lanzó el mayor ataque aéreo sobre Ucrania desde que empezó la guerra, con 127 misiles y 109 drones de ataque. Aunque los sistemas antiaéreos ucranianos interceptaron la mayoría de los proyectiles, múltiples puntos del país fueron alcanzados, causando la muerte de siete personas y decenas de heridos.
Días después, un bombardeo ruso contra una academia militar ucrania dejaba medio centenar de muertos y más de 200 heridos, entre ellos muchos civiles. Rusia lanza sobre Ucrania una media de 4000 proyectiles… cada mes.
Cuando falta poco para que la invasión rusa de Ucrania cumpla sus primeros mil días, la zozobra y la incertidumbre se apodera de la guerra, y los redoblados ataques rusos enfrían la euforia de los ucranianos, cuya moral se había disparado con la contraofensiva.
El pasado 6 de agosto, cambiando un guion que aseguraba que Kiev estaba perdiendo lenta pero inexorablemente todas sus opciones, Ucrania lanzó una incursión sorpresa en la región rusa de Kursk, adentrándose en territorio de su invasor y reclamando el control de decenas de asentamientos y de unos 1.200 kilómetros cuadrados.
El gobierno ucraniano no ha dejado de afirmar que la incursión en Kursk ha cumplido uno de sus objetivos: frenar el avance de Moscú en el Donbás, al este, cosa que el Kremlin desmiente, mientras intenta lanzar una contraofensiva en Kursk que le permita recuperar su propio territorio.
Lo cierto es que a pesar del sorpresivo revés en Kursk, Rusia sigue profundizando en sus avances en Donetsk, al este ucraniano, y regularmente reivindica la captura de pequeñas localidades.
Y mientras tanto, el gobierno ucraniano viene insistiendo a Washington y a la OTAN en su petición de permitirle atacar a Rusia con misiles de fabricación occidental, incluidos los de largo recorrido. Una medida que alteraría la naturaleza y alcance del conflicto.