Así, a simle vista, puede parecer disparatado hoy en día poner en un mismo plano a dos tipos de experiencias culturales tan distanciadas, en el tiempo de su desarrollo y en la forma de celebración, como son la fiesta de los toros y el carnaval, que aparentemente no tienen mucho que ver la una con la otra. Pero esto no ha funcionado siempre de esta manera, pues hace siglos, quizá hasta el momento mismo en el que se inicia ese periodo histórico que conocemos como la Modernidad contemporánea (entre finales del XVIII y principios del XIX), los rituales con toros y con otros animales (sobre todo las “fiestas de gallos” o de “quintos”) formaban parte de un universo popular carnavalesco, mucho más amplio y variado de lo que actualmente conocemos, en sentido estricto, por festividades de carnaval; un mundo antiguo y, por tanto, ya perdido, en cuya caracterización han sido de vital importancia los estudios antropológicos de Julio Caro Baroja.Sin embargo esa relación todavía pervive en algunas fiestas populares que se han conservado como joyas únicas, de gran pureza, tal que el “Carnaval del Toro” de Ciudad Rodrigo (Salamanca), que transcurre normalmente desde el Viernes al Martes de Carnaval, días en los que se celebran encierros, capeas y desencierros, destacando el encierro a caballo del Domingo y el “Toro del Aguardiente”, llamado así porque en su trascurso se reparte generosamente entre los participantes aguardiente y comida; un encierro que se celebra el Martes de Carnaval, a primera hora de la mañana.Otro ejemplo curioso es el del pintor Manuel Alcorlo (Madrid, 1935), que ha realizado desde hace años toda una serie de obras en las que, sorprendentemente, se plasman escenas de festejos taurinos populares en los que los participantes aparecen disfrazados y vestidos de máscaras carnavalescas. De esta guisa aparecen, por ejemplo, los personajes de sus magníficas tintas y aguafuertes titulados “Destrozones y tancredos”, ilustrando de manera insospechada y estrafalaria unas sugerentes imágenes en las que el artista ha captado, intuitiva e inspiradamente, esa relación subterránea, antropológica y precisa, que hermana el hecho de correr y jugar con toros al deseo de disfrazarse, de ser otro, de estar en un mundo al revés.Porque en el fondo se trata de lo mismo, tanto en los festejos taurinos populares como en el carnaval: vivir una experiencia de trasgresión festiva, en la que traspasamos los límites de la vida ordinaria, para adentrarnos más allá, en un registro imaginario en el que el deseo de abolir (transitoriamente y de forma autocontenida) el peso que sobre nosotros recae desde el orden social, parece realizarse gozosamente; jugando de paso, alegremente, con lo más importante: con la vida y con la muerte. O bien con la, por otra parte tan difícil de sobrellevar, diferencia sexual; anulando mientras dura la fiesta aquello que, al tiempo que nos hace civilizados, nos hace pagar el duro precio de separarnos dolorosamente de la naturaleza.Como ha señalado Georges Bataille, las sociedades más complejas y sabias son aquellas que históricamente han sabido compaginar (aunque siempre con problemas y conflictos que, por otra parte, son inevitables) el tiempo de lo profano (del trabajo, del ahorro) con el de lo sagrado (de la fiesta y el derroche). Es lo que ocurría antiguamente, gracias al sucederse dialéctico del Carnaval y la Cuaresma. En cambio, en el mundo actual parece más bien que nos hemos instalado en un pseudocarnaval continuado y consumista, de tal modo que las necesarias fronteras entre ocio y negocio se han difuminado. Por eso, a veces no sabemos muy bien donde estamos; dónde empieza o acaba lo profano y lo sagrado.