En 1842, el filósofo Ralph Waldo Emerson, definía en una conferencia celebrada en Nueva York al poeta como “el que dice, nombra y representa la belleza, el soberano, el que está en el centro, el que anuncia lo nunca profetizado, el único sanador verdadero, el dios que libera”. Afirmando desengañado que “busco en vano a este poeta del que hablo”.
No sabía que aquel día, entre el público, estaba ese poeta. Se llamaba Walt Whitman.
Nació en 1819, en unos EEUU que pronto se convertirían en un gigante global. Pero en Whitman no está el imperio que se expande, sino los anhelos de una humanidad que se abarca entera desde Nueva York.
Lo que celebramos en Walt Whitman, lo que hace que no podamos leerlo sin sentirnos concernidos, sin advertir que nos habla directamente a nosotros, es la expresión salvaje, no “civilizada”, de la vida frente a quienes pretenden medirla, clasificarla, dominarla. Lo que nos atrae es el calor de una libertad insobornable, que nos llama a echar por la borda todos los cálculos, a apostarlo todo y no conservar nada.
El “Canto de mí mismo”, uno de sus poemas fundamentales, es el reverso antagónico del individualismo mezquino en el que se pretende encerrar a cada persona.
Cuando Whitman se celebra y se canta sí mismo lo está haciendo con toda la humanidad, porque “lo que me atribuyo también quiero que os lo atribuyáis / pues cada átomo mío también puede ser de vosotros, y lo será”.
Es una comunión sincera, no reglamentada por la autoridad, donde cada cual sabe que “el que rechaza a un hombre cualquiera, me rechaza”.
Y la voz del poeta no es la de un bardo ensimismado, sino la de alguien que afirma que “suben de mis profundidades múltiples voces milenariamente mudas / voces de interminables generaciones de prisioneros y de esclavos”.
Ser libre es quemar las cárceles que nos encierran. Por eso Walt Whitman se ríe de “toda la charlatanería acerca del vicio y la virtud”. Desprecia el pecado y la culpa, y afirma que “ni una pulgada de mi ser, ni un átomo son viles”. Proclamándose un “turbulento, carnívoro, sensual, que come, que bebe, que procrea”.
Lanzando un grito de guerra. “¡Destornillad las cerraduras de las puertas! ¡Destornillad las puertas de sus encajes!”.
Lo que celebramos en Walt Whitman es la fuerza de una vida que no acepta someterse a límites
Hay que removerlo todo, hay que cambiar todo de sitio, hay que, en palabras de Lorca, “olvidar la dulce geometría aprendida”. Porque todo ese orden ha estado demasiado tiempo concebido para encarcelar la vida.
Cuando Whitman publicó la primera edición de “Hojas de hierba”, hacía solo cinco años que en EEUU se había aprobado una ley para capturar a los esclavos que se fugaban de sus amos. Buena parte de la crítica se lanzó contra Whitman, por un erotismo que desafiaba el puritanismo dominante. Pero la incompatibilidad de la poesía de Whitman con el poder era mucho más profunda.
Como una declaración de principios, Whitman nos dice: “creo que una brizna de hierba no es inferior a la jornada de las estrellas / que la hormiga es tan perfecta como ellas (…) / y el renacuajo es una obra maestra comparable a las más grandes (…) / y la vaca que rumia con la cabeza gacha sobrepuja cualquier estatua”.
¿Quién ha establecido lo que es admirable y lo que no? Como un moderno San Francisco en pleno Nueva York, Whitman celebra el milagro de la vida.
Whitman se define como “el poeta de los Cantos Adámicos. Desbordante de vida, fálico”. Afirma “creer en la carne y sus apetitos”. Canta a “ese cuerpo que os embriaga, que os enloquece, sobre todas las cosas de la tierra”.
Pero ambas cosas, la exaltación de la brizna de hierba y la feroz sexualidad, no son fenómenos diferentes. La vida concebida como un milagro que hay que disfrutar sin límites se expresa también en el sexo.
En Whitman está toda la fuerza de una vida en permanente expansión. No como algo superficial, sino en su sentido más profundo. Ese torrente de la vida es mucho más poderoso que quienes la desprecian, limitan o castran. Lorca afirmaba que “una sola gota de sangre puede derribar todos los muros de la ley”. Ese es el huracán que inunda todos los versos de “Hojas de hierba”.
En “A un burgués”, Whitman manifiesta su absoluta incompatibilidad con los nuevos dueños del mundo que, en el siglo XIX, estaban imponiendo su dominio: “¿Qué es lo que pretendéis de mi? ¿Versos acaramelados? / ¿Buscáis en mi obra las lánguidas y plácidas estrofas caras a los burgueses? / Pues bien: habéis de saber que no he cantado hasta ahora ni cantaré jamás de modo que podáis seguirme y comprenderme”.
La concepción de la vida de Whitman es profundamente revolucionaria. Siente que “suben de mis profundidades las voces prohibidas”. Declara que “las palabras de mis poemas no evocan las propiedades reconocidas de las cosas. Evocan la vida no catalogada, la libertad, la emancipación”.
Los versos de “Hojas de hierba” transpiraban, en su forma y en su contenido, una libertad demasiado radical, no estaban sometidos a rimas ni métricas, pero tampoco a convenciones sociales.
Y cuando la vida se expresaba con esa intensidad representaba -y sigue haciéndolo, de ahí su rabiosa actualidad- un peligro para el poder.