El futuro de las pensiones públicas concentra la preocupación de toda la sociedad, jóvenes y viejos. ¿Qué ha dicho el arte sobre las pensiones, qué enseñanzas nos ofrece en este terreno? Se puede pensar que pocas o ninguna, que el de las pensiones es un tema que corresponde a la actualidad política y social y el arte apenas lo ha abordado.
Cometeríamos un error si pensamos así. ¿Cómo que el arte no ha tomado partido sobre la consideración de la vejez, sobre las relaciones que la sociedad debe establecer con sus mayores?
En un sentido profundo, el arte siempre ha abordado el tema de las pensiones, y nos ofrece valiosas y muy actuales enseñanzas.
Cuando se define a la vejez solo como la falta de juventud, considerándola como una enfermedad, sin ver en ella nada positivo, presentándola como algo que debemos temer y casi ocultar, se está tomando partido, separando y enfrentando a jóvenes y viejos. El siguiente paso es considerar a la vejez como una edad que nada puede aportar, que no es “productiva” y solo constituye una carga para la sociedad. Cuando todo se reduce al beneficio, quien ya no puede ser objeto de explotación, no solo es prescindible sino que se carga en el apartado de pérdidas que es necesario recortar -reduciendo su pensión o los cuidados que recibe…-.
Frente a esta visión mezquina, que se difunde desde quienes ostentan el poder, existe una corriente mucho más poderosa de solidaridad y reconocimiento del conjunto de la sociedad hacia sus mayores. Es atávica, con raíces de siglos, y también muy moderna, enfrentando cuestiones rabiosamente actuales.
En el gran arte tenemos muchos ejemplos -en este artículo solo reproducimos unos pocos- que expresan esa sensibilidad, presentándonos viejos fuertes, hermosos y activos, y no únicamente pasivos y decrépitos, tejiendo lazos irrompibles de unidad y solidaridad entre todas las edades y generaciones. Valores y enseñanzas que, en obras incluso realizadas hace siglos, adquieren una prodigiosa modernidad.
De Velázquez a Picasso
Al canon dominante de belleza, que solo ve decrepitud en la vejez, se han enfrentado miradas limpias y poderosas.
Velázquez es una de las cumbres de la pintura universal. No solo, ni principalmente, por su maestría técnica. Miraba la realidad con una intensidad fuera de lo común, basada en una honradez insobornable.
¿Acaso hay alguna razón para pintar con más reverencia a un rey que a un bufón, a un diamante que a una piedra? ¿Quién ha dicho que las cosas y personas más modestas no son grandes? ¿Por qué no pueden recibir la atención del gran arte?
Hay una poderosa corriente de solidaridad y reconocimiento del conjunto de la sociedad hacia sus mayores, que se expresa en el arte
Con esa mirada limpia, libre de prejuicios, y por ello poderosa, Velázquez ve grandeza en jóvenes y viejos. Los únicos ancianos que ocupaban otros cuadros eran los poderosos, y su vejez no era venerable sino temible, como expresión de la acumulación de poder o dinero. A Velázquez le interesa solo los viejos pobres, elevándolos, convirtiéndolos en modelos del gran arte.
Esa “Vieja friendo huevos”, donde el color y la composición resaltan su figura, serena y clara sobre un fondo oscuro y espeso. Entregada a una actividad cualquiera en una casa cualquiera, que puede pasar inadvertida pero que la mirada de Velázquez la convierte en una imagen casi totémica.
Ese “aguador de Sevilla”, con la cara ajada por los años y el vestido roto, pintado como un gigante que ocupa majestuoso el centro del cuadro.
Y en ambos casos, Velázquez coloca la figura de un joven, casi un niño, ayudando a la vieja a freír los huevos, recibiendo la copa del aguador. Ambos, jóvenes y viejos, están unidos en la misma acción. Y es inconcebible verlos separados o enfrentados.
En las fotografías del Picasso ya viejo, casi siempre tomadas en primer plano, resaltan unos ojos feroces, que literalmente se comen la realidad. Otra mirada poderosa, que encabezó las vanguardias y puso patas arriba la historia de la pintura. Unida, a través de varios siglos de distancia, a la de Velázquez.
Picasso afirmaba, con socarrona rebeldía, que “cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida”.
Había pintado en su juventud a viejos cuya representación expresaba una fuerza que poco encajaba con la pasividad a la que se les condenaba.
Con 72 años, Picasso pinta “Hombre viejo sentado”. Está inmerso en una nueva renovación estética, donde se libera del dogal de la técnica y vuelve a una pintura primaria, sin reglas ni censuras. El huracán creativo que impulsa la pintura de Picasso vuelve a expresar su inacabable energía. Y lo hace pintando un viejo poderoso, que mezcla rasgos humanos y animales. Intrigante y fascinante. Antagónica a la imagen frágil, victimizada y pasiva de los viejos habitualmente reproducida en otros cuadros.
Héroes y víctimas
El cine es capaz de fabricar héroes, personajes poderosos que con sus acciones expresan la capacidad de transformar la realidad. Nos identificamos con ellos porque nos dicen en los hechos que el único destino no es acatar lo establecido. Y también puede presentarnos víctimas, inevitablemente pasivas aunque se denuncie la injusticia cometida con ellas.
El gran arte nos presenta a muchos viejos fuertes, hermosos y activos, y no únicamente pasivos y decrépitos
Nomadland, la película que triunfó en la última edición de los Oscars, es una historia de una belleza profunda y conmovedora. Que tiene como protagonistas a los pensionistas norteamericanos, deglutidos tras haber sido devorados durante décadas de explotación laboral. El crack del 2008, dejó a muchos de ellos sin pensión y sin casa. Transformados en nómadas obligados a viajar de punta a punta del país en busca de trabajo, cosechando fruta o sirviendo de mano de obra barata en Amazon.
No los trata únicamente como víctimas con las que solidarizarse. No los mira por encima del hombro sino cara a cara. Y, frente a la ferocidad de unas élites, con los fondos privados de pensiones a la cabeza, que los han expulsado violentamente, retrata la grandeza de las relaciones de unidad y solidaridad que se desarrollan entre ellos.
Pero en el cine norteamericano existen también viejos activos, poderosos, héroes. Su representante es Clint Eastwood, que a sus 90 años sigue ofreciéndonos magistrales pedazos de cine. El William Munny de “Sin perdón”, el pistolero retirado y declarado inservible que lo desarbola todo cuando desata su furia. O Walt Kowalski, el obrero jubilado de “Gran Torino”, capaz de establecer una nueva unidad con quienes había combatido como enemigos.
¿Por qué no pueden existir héroes viejos, ancianos poderosos que con sus acciones o con su lucha cambian la realidad?
El cine español nos ha ofrecido hermosos ejemplos de este tipo de héroes. En este caso mujeres fuertes e imprescindibles.
La Doña Julia de “Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto”, magistralmente interpretada por Pilar Bardem. Una vieja comunista, encarnación de varias generaciones de mujeres cuya lucha en las peores condiciones posibles acabó triunfando.
O esa inolvidable Rosa que Benito Zambrano nos presenta en “Solas”. En todas las familias de España ha existido una Rosa, que en condiciones extremas de opresión han sido matriarcas generosas.
En el Quijote está la bendita y revolucionaria locura de los viejos que cambian el mundo
Viejo hermoso Walt Whitman
La literatura está llena de estos ancianos que, presentados como cercanos a la muerte, en realidad desbordan vida.
Están en Cervantes, que escribe el Quijote cuando ya contaba 58 años, ya un anciano a principios del siglo XVII. Consciente de que “el tiempo es breve” y “las ansias crecen”, y que por ello declara “llevar la vida sobre el deseo que tengo de vivir”. Capaz de contemplar el mundo con una humanidad que muy pocos han podido alcanzar.
Alumbrando ese Alonso Quijano transformado en Quijote, un viejo con una locura libre y revolucionaria.
Está en algunos de los mejores personajes de García Márquez, que lleva La Mancha al Macondo caribeño.
Esa Úrsula Iguarán de “Cien años de soledad”, anciana matriarcal, fundadora y pilar de todo un clan, ejemplo de “las mujeres que sostienen el mundo en vilo para que no se desbarate”.
Ese “coronel que no tiene quien le escriba”, ejemplo de dignidad justamente terca, que conserva en su vejez la negativa a renunciar a sus anhelos.
O ese “amor en los tiempos del cólera” entre Florentino Ariza y Fermina Daza, la pasión entre dos viejos que viven intensamente.
Están en el poema de José Saramago presidido en su título por una interrogación -“¿Qué cuantos años tengo?”- rotundamente contestada en sus primeros versos: “¡Qué importa eso! / ¡Tengo la edad que quiero y siento! / La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso”. Y que ha sido utilizado recientemente como poema de lucha para rebelarse frente a la reaccionaria idea de la “vejez inútil”.
“Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman, / he dejado de ver tu barba llena de mariposas” (Oda a Walt Whitman. Federico García Lorca)
O en el Neruda de la “Oda a la edad”, que frente a quienes miden la edad en años afirma que “todos los viejos llevan en los ojos un niño, y los niños a veces nos observan como ancianos profundos”.
Hasta culminar en el “viejo hermoso Walt Whitman” al que Lorca cantó en “Poeta en Nueva York”. Frente a la imagen tétrica de la vejez, la “Oda a Walt Whitman” celebra a ese “anciano hermoso como la niebla”.
En un lenguaje poético que busca “alcanzar el corazón de todos los hombres con mis brazos”, Walt Whitman celebra una libertad combativa, libre de toda culpa y pecado. Exaltando la “expansión de la juventud. ¡Elasticidad siempre hacia delante!”. Y celebrando al mismo tiempo la “vejez que se alza magnífica”, la “bienvenida, inefable gracia de los días de ocaso”.
Frente a quienes desde la mezquindad del beneficio consideran la vejez inútil y prescindible, justificando los ataques a quien previamente se ha deshumanizado, el gran arte nos ofrece una visión revolucionaria porque toma partido por la vida, uniendo en una misma sensibilidad a todas las edades.