La guerra, nunca extinta, en el este de Ucrania ya no es un rescoldo humeante, sino un pulso abierto entre EEUU y Rusia con un nivel de tensión no visto desde 2014, año en el que Moscú se anexionó la península de Crimea. Mientras que tanto el Kremlin como la OTAN refuerzan su despliegue militar y naval -tanto a lo largo de la frontera ruso-ucraniana como en las aguas del Mar Negro- el peligro de que un incidente aislado se convierta en una chispa que desencadene un conflicto de imprevisibles consecuencias no deja de incrementarse.
En el este de Ucrania y en las costas septentrionales del Mar Negro se escucha una música marcial que suena demasiado a la de 2014. La guerra en las regiones orientales rusófonas del Donbás, donde el Kremlin apoya militar y políticamente a los rebeldes prorrusos, nunca se ha aplacado. En sus siete años de existencia, se ha cobrado ya unas 14.000 vidas y estaba lejos de ser un conflicto resuelto o ni siquiera congelado. Pero llevaba años contenido en una baja intensidad. Todo eso se ha acabado: los combates entre las tropas ucranias y los separatistas prorrusos son los peores en años.
Y la tensión ha crecido más cuando Moscú ha movilizado una gran cantidad de tropas -hasta 80.000 soldados y una importante dotación de tanques y misiles balísticos de corto alcance- a un centenar de kilómetros de la frontera con Ucrania y junto a la península de Crimea, que Rusia se anexionó en 2014. Kiev su vez ha reforzado a sus unidades en el este y Rusia -en un tono intimidante- le ha advertido sobre el riesgo de una guerra a gran escala.
Washington y la OTAN han respondido con un despliegue militar. La Alianza ha exigido este martes a Moscú que detenga sus “provocaciones” y ponga fin a la escalada en la zona, pero mientras traslada dos buques de guerra norteamericanos, de gran tamaño y potencia de fuego, a las aguas del Mar Negro para reforzar a la dotación naval de la OTAN ya estacionada allí. Se han hecho públicos diversos incidentes en los que aviones de guerra rusos realizan vuelos rasantes de reconocimiento en torno a los buques de la Alianza.
Biden y Putin se toman la medida
Todo comenzó a finales de marzo, cuando en respuesta a un documento militar del gobierno ucraniano -de un Volodímir Zelenski que hace no mucho se mostraba dialogante respecto a Putin- que apremiaba a la OTAN a aceptar a Kiev como nuevo miembro, el Kremlin decidía desplegar frente a la frontera ruso ucraniana un enorme dispositivo militar.
Para Rusia, que Ucrania se integre en la Alianza Atlántica son palabras mayores. No sólo porque tendría tropas enemigas en su flanco suroccidental -además de las que están apostadas en Polonia o en los países bálticos- sino porque el Mar Negro, y por tanto el acceso ruso al Mediterráneo, se podría convertir en un «lago de la OTAN».
Eso explica, en parte, la reacción del Kremlin en cuanto Ucrania ha llamado a acelerar los trámites para el ingreso en la OTAN. Pero además es evidente que Putin está midiendo la determinación del nuevo inquilino de la Casa Blanca. El hecho de que los movimientos militares se estén realizando de manera visible por parte de Rusia parece dar la idea de una coreografía intimidatoria y de mostrar músculo, y no de las intenciones de un ataque real a gran escala. Pero la posibilidad de una chispa incontrolada que desemboque en desastre es real.
El hecho de que los movimientos militares sean tan visibles parece dar la idea de una coreografía intimidatoria. Pero la posibilidad de una chispa incontrolada que desemboque en desastre es real.
Esta escalada militar se produce en un momento donde las relaciones de EEUU y Rusia ya atraviesan intensas presiones. A los graves cruces de acusaciones entre ambas potencias a cuenta del envenenamiento del opositor Alexéi Navalny, acrecentadas por los comentarios del presidente estadounidense, Joe Biden, que declaró que considera a Putin un asesino, se suman las presiones norteamericanas sobre el gobierno alemán para que Berlín no siga adelante con el gasoducto Nord Stream 2, que unirá a Alemania y Rusia. «Este gaseoducto significa financiar a Rusia. Es malo para Europa, y malo para Estados Unidos», ha dicho secretario de Estado de EEUU, Anthony Blinken, que incluso ha sugerido que Washington podría imponer sanciones a Berlín si sigue adelante.
También llega en un momento en el que las relaciones entre la UE y Rusia son especialmente malas -tras el fiasco de la visita del alto representante para Política Exterior de la UE, Josep Borrell, a Moscú- pero donde al mismo tiempo ambos bloques están negociando a cuentas de la aprobación de la vacuna rusa Sputnik-V para ser administrada en la Unión Europea.
Pero al mismo tiempo este conflicto llega en un momento donde EEUU no puede lanzarse frontalmente a un pulso contra Rusia.
Cierto es que Ucrania es un elemento decisivo en la contención de Rusia para la geoestrategia del Pentágono, y a tal efecto fue la administración Obama, de la que Biden era el número dos, la que instigó la «revolución naranja» de 2014 en Ucrania que acabó con el gobierno prorruso de Viktor Yanukovich y arrancó a este país de la órbita de Moscú.
Pero ahora mismo Ucrania es una pieza -importante, pero una pieza- de un tablero complejo, donde está en juego la contención de China, asuntos como Siria y la retirada de tropas de Afganistán, donde Moscú podría complicar las cosas. O también un acuerdo nuclear con Irán que Washington intenta revivir y que necesita de la cooperación de Rusia.
El poder de los EEUU de 2021 no es el poder de EEUU en 2014. Entonces, a pesar de todo, Washington no pudo evitar la anexión de Crimea. Ahora Moscú saca músculo intentando averiguar cuál es la determinación real de una superpotencia que a pesar de su abrumadora superioridad militar está en su ocaso imperial, y que tiene muchos y complejos frentes que atender a lo largo del mundo.