Francisco Granados era un hombre bueno. A finales de los 80 se había convertido a la fe del Partido Popular y andaba haciendo proselitismo en aquellos tiempos de ruido y furia, en los que no había día que no tuviera que hincar la rodilla para comprobar los bajos del coche. Al mismo tiempo, ejercía de analista de bolsa para Interdealer, bróker posteriormente adquirido por Société Générale para operar en España, con un sueldo que no pasaba de los seis millones de pesetas, unos 36.000 euros. Un tipo sencillo, de familia menesterosa y fuertes convicciones, de esas personas a las que le salían amigos como tíos en Salamanca, a las que traicionaba sin querer su habla de provincias y para los que no había mejor palabra que un recio apretón de manos. Veinticinco años después, las cosas del destino, o de la Justicia, han provocado que este hombre de principios haya pasado el fin de semana en la cárcel de Estremera. En febrero le descubrieron una cuenta en Suiza con 1,5 millones de euros; hoy le acusan de organización criminal, fraude, tráfico de influencias, blanqueo de capitales y otros cargos.
Francisco Granados, Paco para los amigos, era un hombre bueno. Presuntamente bueno. Los casos de corrupción destapados en estas últimas semanas, el hecho de que resulten tan prolíficos y casi sistemáticos, inducen a pensar en la existencia de un código de valores con daltonismo, en el que lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, se confunden; en un código que transige con la cleptocracia, en el que lo moralmente loable consiste en ayudar al prójimo, pero en el sentido etimológico con el que los países mediterráneos se refieren a este término: cuando el amigo de francachelas es un número más engrosando la lista del paro, se le busca un hueco en la Administración; cuando el amigo sufre para llegar a fin de mes, se le amaña un concurso para que acumule un colchoncito y se olvide de estrecheces. Esta forma atávica de entender la vida pública explica el fenómeno de Podemos y esa sensación de que España va a reventar en cualquier momento.
Raúl del Pozo hacía un llamamiento a la reflexión en la contra de El Mundo porque las cosas van en serio, y muy en serio: “La gente ha decidido plantarse y cada caso de corrupción son 10.000 votos para Podemos”. Atendiendo a esta simple fórmula, en sólo veinticuatros horas, el día de la redada púnica contra Francisco Granados y sus socios empresarios, la formación comandada por Pablo Iglesias habría conseguido 510.000 votos de una tacada, que es lo equivalente a 51 detenidos por la Guardia Civil.
Del Pozo anda en lo cierto. España no va camino de caer en manos de los ‘bárbaros neocomunistas’. Ya lo ha hecho. Además de los ya adelantados, pero todavía no publicados, datos del CIS, la encuesta de Metroscopia para el diario El País incide en el ‘vendaval Podemos’, situando a esta formación como la lista más votada con el 27,7% de los sufragios frente al 26,2% del PSOE y el 20,7% del PP, que se hunde bajo las arenas movedizas de los escándalos y un electorado que, más que la espalda, lo que hace es darle una patada en los mismísimos. Un fino consultor político calculaba ayer que, extrapolando estos porcentajes a votos absolutos, se podría concluir que 7,7 millones de españoles votarían a Podemos si se celebraran mañana elecciones; 4,6 millones lo harían al PSOE (frente a los 7 millones de 2011) y sólo 3,6 millones al PP (frente a los 10,8 de hace tres años). Demoledor.
España se ha podemizado y va camino de acabar con un Parlamento a la griega y un escenario de imprevisibles consecuencias. Mi compañero Javier Caraballo se preguntaba si, vista la desafección de la ciudadanía y el descrédito de la clase política, habría alguien capaz de despodemizar el país, de sacarlo de su cabreo, de su anarquía creciente. No es el único que lo plantea. Las alarmas suenan aquí y acullá. Entre los partidos clásicos, que todavía están tratando averiguar de dónde les viene el golpe, y sobre todo entre la gente del jurdó, esos ejecutivos que ocupan despacho en las empresas del Ibex y a los que no les llega la camisa al cuello de sólo pensar que unos ‘bolivarianos’, compadres de Fidel Castro y Evo Morales, copen importantes cotas de poder y controlen presupuestos.
Estos señores, que se juegan el parné y el de sus accionistas, han comenzado a propagar la especie del recambio generacional, de la necesidad de imitar en los otrora grandes partidos una sucesión como la implementada en la Corona, con un Felipe VI (46 años) y doña Letizia (42) que se han alzado como los líderes mejor valorados en los sondeos después de unos años en los que la Monarquía había sufrido sus índices más bajos de popularidad. La idea circuló por los pasillos del Congreso el pasado miércoles, durante el duelo que mantuvieron Mariano Rajoy y Pedro Sánchez por ver quién se echaba más corruptos a la cabeza. Ni a Rajoy, al que se ve agostado física y anímicamente, que tiene más frentes abiertos de los que jamás haya tenido presidente del Gobierno alguno, ni tampoco a Sánchez, al que sus compañeros de partido ni siquiera le han dado la tregua de los cien primeros días, se les ve con la fuerza y la legitimidad necesarias para frenar a Podemos. El mundo de la empresa -consejos vendo y para mí no tengo- está pensando en dos nombres: Soraya Sáenz de Santamaría y Susana Díaz.
Santamaría (43 años) y Díaz (40) se erigirían como candidatas a las próximas generales por sus respectivas formaciones, como los perfiles más idóneos para una grosse koalition que hoy se vislumbra lejana, como dos mujeres que comparten una misma idea de España y Cataluña, que cuentan con el favor de la militancia, y aparentemente de la opinión pública y de la publicada. Serían las Thelma & Louise que sacarían a España del precipicio al que se encamina. Esta idea, que no deja de ser un bosquejo de guion de política ficción, empieza a divulgarse con no se sabe qué aviesas intenciones por parte de algunos de estos presidentes que conforman el todopoderoso Consejo Empresarial de la Competitividad (CEC).
Tal como señala el macroestudio dado a conocer por Llorente y Cuenca, “la opinión pública cree de forma mayoritaria que los partidos actuales no van a terminar con la corrupción que afecta a la política española” y demandan otro tipo de líderes y de hacer política. Los votantes que están abandonando el PP “han ido a situarse, de manera mayoritaria, en lo que se podría denominar la ‘bolsa de nuevos indignados’, una nueva abstención de unos cinco millones de votos que flota en el centro-derecha”. Por su lado, el PSOE ha perdido votos de clases medias y generaciones activas (entre 25 y 55 años), “ideológicamente moderadas, en dirección a la bolsa de ‘nueva abstención’. También se han dejado votos en dirección a IU y a Podemos”. Otras encuestas que maneja Génova hablan de debacle en las municipales y autonómicas, dando por perdidas Madrid y Murcia, dos plazas tradicionales del centro-derecha, en las que no gobernaría ni con el sostén de UPyD.
El país se mueve. Según Ortega, existe otra nación de patria, “no la tierra de los padres, que decía Nietzsche, sino la tierra de los hijos”. Y ahora que la prisa aprieta, el Ibex 35 se ha puesto a buscar a esos hijos pródigos, a esa nueva generación que requieren estos nuevos tiempos.