Imaginen que delante de su casa, en el mar donde se baña y de donde salen los peces que come, alguien vertiera más de un millón de toneladas de un líquido radioactivo contaminado por un accidente nuclear. Su temor sólo sería menor que su indignación.
Pues está ocurriendo. El gobierno de Japón y la Tokyo Electric Power han empezado a arrojar al Pacífico 1,34 millones de toneladas de agua contaminada procedente de la central de Fukushima, que en 2011 protagonizó uno de los mayores desastres nucleares de la historia.
Japón contamina, y EEUU lo ampara y permite. Para garantizar sus ganancias ponen en peligro la salud de millones de personas.
En 2011 el terremoto y posterior tsunami desmanteló la central nuclear de Fukushima, en Japón, provocando un accidente con un nivel de gravedad similar al de Chernobyl.
Para refrigerar los reactores y enfriar el combustible atómico se inyectó agua marina, contaminada al entrar en contacto con material altamente radioactivo. El líquido debía almacenarse, y así se ha hecho hasta ahora. Cuando el almacenaje de los bidones ha empezado a ser un problema, el gobierno nipón y el monopolio propietario de la central han decidido… arrojar al océano el agua contaminada.
El vertido se prolongará durante 30 años, convirtiéndose durante décadas en un grave riesgo para la salud.
Cuentan con el aval de EEUU, que a cambio de utilizar a Japón contra China ampara y protege sus desmanes. Washington ha movido toda su influencia global para conseguir que la OIEA (la Organización Internacional de la Energía Atómica) dé el visto bueno al vertido, en una decisión que destruye, quizá para siempre, todo su prestigio y credibilidad.
Esta insólita y criminal decisión ha desatado una oleada de rechazo. China ha protestado calificando el acto como “extremadamente egoísta e irresponsable”, y denunciando que Tokio “pone sus propios intereses por encima del bienestar de la humanidad”. En Corea del Sur grupos civiles han protagonizado manifestaciones con el lema de que “el mar no es un cubo de basura de Japón”.
Importantes sectores de la sociedad nipona también han manifestado su repulsa. Desde la principal patronal de pescadores -que ven destruido su medio de vida- hasta activistas antinucleares.
Tokio y Washington pretenden hacernos creer que “la operación es segura” y que “el nivel de contaminación estará por debajo de los límites internacionales fijados”. Pero sus mentiras tienen las patas muy cortas.
En un comunicado, Greenpeace afirma que el vertido “hace caso omiso de las pruebas científicas, viola los derechos humanos de las comunidades de Japón y de la región del Pacífico e incumple el derecho marítimo internacional”.
Y Science, una de las revistas científicas más prestigiosas, ha pedido no verter residuos al océano, dado su impacto mediambiental. Basándose en un estudio que señala la presencia de diferentes isótopos radioactivos en las aguas de la central.