La noticia de la proclamación del «profe» hizo estallar de júbilo a los miles de seguidores de Castillo, reunidos bajo el balcón de la vieja casona del centro de Lima donde se ubica el local del partido. Al mismo tiempo, muchos cientos de kilómetros al norte, en las recónditas aldeas de Cajamarca los paisanos festejaban y bailaban, coreando «Pedro, presidente». El sueño del Perú cobrizo, del Perú trabajador y cholo, se había hecho realidad.
“Muchas gracias compañeros y hermanos, muchas gracias a todos los peruanos”, fueron sus primeras palabras. La multitud vitoreaba. Como en todas sus presentaciones públicas, llevaba el sombrero blanco de ala ancha típico de los hombres del campo. “Llamo a la más amplia unidad para abrir las puertas del próximo Bicentenario. Traigo el corazón abierto para todos, aquí en este pecho no hay rencor. Compañeros y hermanos, primero está el Perú”, dijo. «Prometo un gobierno de todas las sangres, sin discriminación alguna, donde nadie se quede atrás”.
Una larga espera, un triunfo de alcance histórico
Seis semanas después de la noche electoral, tras un largo proceso de verificación -debido a que los fujimoristas denunciaron «fraude sistémico», presentando casi mil recursos de nulidad, que han sido todos y cada uno, rechazados- y con un fuerte ruido de sables de fondo (un centenar de exmilitares llamaban al Ejército a levantarse contra Castillo en caso de ser proclamado), nada ha podido impedir que el candidato del antiimperialista Perú Libre, Pedro Castillo, sea al fin proclamado presidente de la nación andina. Se certifica así un triunfo histórico no solo de las clases populares del Perú, sino del conjunto de los pueblos de América Latina.
Una proclamación tan histórica como largamente esperada, se ha hecho esperar 43 días. Pero finalmente se ha producido. Pedro Castillo, un maestro y dirigente sindical, procedente de una humilde familia y de una empobrecida zona del Perú profundo y rural, ha sido proclamado vencedor de las elecciones, y asumirá la presidencia el próximo 28 de julio.
La victoria de la izquierda antiimperialista peruana es un triunfo histórico que resuena por toda América Latina, que también pertenece a los pueblos de todo el continente hispano en su lucha común contra el hegemonismo norteamericano y las oligarquías criollas y vendepatrias.
El triunfo de Pedro Castillo y de Perú Libre -un partido de raíces «marxistas-leninistas-mariateguistas» y que se define como una izquierda socialista, internacionalista, latinoamericanista y antiimperialista- es el triunfo de la lucha popular. Ha llegado a la presidencia aupado por millones de votos del campo, del Perú indígena, campesino, cholo y cobrizo, pero también de buena parte del Perú progresista y urbanita que se ha movilizado estos años en contra de la corrupción y por la mejora de las condiciones de vida.
En la decisiva y ajustadísima segunda vuelta, Castillo recibió el apoyo de fuerzas compañeras de la izquierda -Verónika Mendoza de Juntos por el Perú, Frente Amplio, Democracia Directa, Unión Por el Perú y Renacimiento Unido Nacional (RUNA)- y de centrales obreras como la Confederación General de Trabajadores de Perú (CGTP).
Pero la victoria de la izquierda antiimperialista peruana es un triunfo histórico que resuena por toda América Latina, que también pertenece a los pueblos de todo el continente hispano en su lucha común contra el hegemonismo norteamericano y las oligarquías criollas y vendepatrias. Supone que -por primera vez desde hace más de medio siglo, con la presidencia del general Juan Velasco Alvarado- un gobierno de signo antiimperialista dirigirá los destinos de la nación inca, incorporando a Perú al conjunto del frente antihegemonista latinoamericano.
El triunfo de Castillo, se produce en un contexto de fuertes movimientos populares en toda Sudamérica, en especial en el espinazo de los Andes: en Bolivia el golpe de Estado ‘made in USA’ de 2019 fue derrotado en las urnas, y hoy el gobierno de Luis Arce vuelve a impulsar políticas soberanistas y redistributivas de la riqueza, al tiempo que juzga a los responsables de la sedición. En Chile, tras dos años de intensas protestas, las clases populares han logrado resquebrajar sin remedio el viejo modelo político bipartidista y ultra-neoliberal que otorgaba draconianos poderes a la oligarquía y al capital norteamericano para saquear sin límite a los trabajadores, han conseguido una clara mayoría en la Convención Constituyente que ha de redactar una nueva Carta Magna, sepultando definitivamente la dictada por Pinochet. En Colombia, dos meses de paros nacionales y de intensas protestas, han dejado arrinconado, señalado y vapuleado al extremadamente reaccionario y proyanqui gobierno de Duque, y otro tanto podríamos decir de Bolsonaro en Brasil o del gobierno paraguayo de Mario Abdo Benítez.
Un triunfo muy disputado, una victoria sobre las trampas y las amenazas
Dos caminos, antagónicos a más no poder, se enfrentaban en estas elecciones peruanas. Por un lado Perú Libre, que propone una senda no muy diferente de los postulados del MAS en Bolivia, del PT carioca o del Morena mexicano. Por otro lado, la extrema derecha fujimorista defensora de la «mano dura» contra el movimiento popular, y de la total entrega del país al capital extranjero y a los dictados de Washington. Encabezada por Keiko, la propia hija de Alberto Fujimori, un corrupto dictador de facto al servicio de Washington que en la década de los noventa manejó el país con mano de hierro en la década de los 90.
Tras una campaña bronca y enormemente polarizada, la noche electoral comenzó dando una notable ventaja al fujimorismo. Pero entonces, poco a poco al principio y luego en oleadas, comenzaron a llegar los votos del Perú recóndito, campesino, empobrecido, indígena, claramente partidario de Castillo. En el último decil de escrutinio, se produjo el esperado sorpasso.
Las algaradas fascistas por parte de la ultraderecha fujimorista no han remitido. Algo que las clases dominantes -tanto la oligarquía peruana como la embajada norteamericana- no dejarán de utilizar para tratar de condicionar y golpear la agenda del nuevo gobierno izquierdista.
Con el 100% computado y tras días de cuidadoso recuento, Pedro Castillo ganaba las elecciones con 8.800.486 votos (50,2%), casi 70.000 votos por encima de Keiko Fujimori (8.730.712 apoyos, el 49,80%). Pero ya en la misma noche electoral, los sectores más reaccionarios de las clases dominantes peruanas, encabezados por la ultraderecha fujimorista, trataron de emular a Donald Trump lanzando -sin pruebas de ningún tipo- acusaciones de «fraude sistémico contra el resultado.
Los fujimoristas sacaron el talonario y llamaron a desechar hasta medio millón de votos. Pero una a una, sus impugnaciones -943 recursos de nulidad inspeccionados por los Jurados Electorales Especiales (JEE)- acabaron en la basura. Y un centenar de militares retirados -todos en activo durante los años en los que el padre de la ultraderechista, el dictador de facto Alberto Fujimori, dirigía con mano de hierro Perú- publicaron una carta en la que pedían a los mandos del Ejército dar un golpe de Estado si la justicia daba la victoria a Castillo. Una muestra de las deliberaciones golpistas de los sectores más reaccionarios de la clase dominante peruana y de los centros de poder hegemonistas, a los que las fuerzas armadas están carnalmente ligadas.
Pero la fuerza de la movilización popular de los últimos meses no dejaba espacio ni oportunidad de éxito a una burda asonada militar. Hasta la propia Organización de Estados Americanos -que tuvo un papel destacado en el golpe «cívico-militar» contra Evo Morales- o la propia administración Biden, dieron la espalda a Fujimori y calificaron las elecciones de Perú de “justas” y “modélicas”.
Aún así, las algaradas fascistas por parte de la ultraderecha fujimorista no han remitido. En las últimas semanas, grupos de choque de Fuerza Popular han realizado actos vandálicos en el centro de Lima, incluso intentando tomar Palacio de Gobierno el jueves pasado y atacando a los seguidores de Castillo que acampan frente al tribunal electoral. O han amenazado a los periodistas y magistrados que investigan a Keiko Fujimori, que podría acabar en la cárcel por graves delitos de corrupción.
Todo esto augura un componente desestabilizador y polarizante que las clases dominantes -tanto la oligarquía peruana como la embajada norteamericana- no dejarán de utilizar para tratar de condicionar y golpear la agenda del nuevo gobierno izquierdista.
Un posible gobierno de coalición con otras fuerzas de la izquierda
Todo parece indicar que el nuevo presidente incorporará a su gobierno a otras fuerzas de la izquierda, sumando en representatividad y en estabilidad. Su principal aliada, la ex candidata presidencial Verónika Mendoza de Nuevo Perú, ha estado despachando regularmente con Castillo durante estas semanas de incertidumbre, y el economista Pedro Francke, del equipo de Nuevo Perú, suena como el posible ministro de Economía del nuevo gobierno, mientras que el médico Hernando Cevallos, ex congresista del izquierdista Frente Amplio, podría ser nombrado como ministro de Salud.
Todo parece indicar que el nuevo presidente incorporará a su gobierno a otras fuerzas de la izquierda, sumando en representatividad y en estabilidad.
Pedro Castillo es consciente del enorme apoyo y esfuerzo popular que hay detrás de su victoria, pero también de los límites que impone esta polarización, y ha tratado de calmar las aguas.
En las últimas semanas de la campaña, Castillo presentó un programa económico de 17 páginas -el Plan Bicentenario- que busca el “relanzamiento del empleo y la economía popular”. Se eliminarán los super privilegios fiscales de las grandes empresas y se renegociarán los contratos mineros, por los cuales las transnacionales extractivas se llevan a precio de saldo las riquezas minerales del país. Pero no habrán de momento nacionalizaciones.
El Plan Bicentenario apuesta por multiplicar la inversión social y que Estado ejerza un rol regulador sobre los profundos desequilibrios sociales y económicos. Se limitarán los poderes de los monopolios y las transnacionales -hoy dueños absolutos de la economía peruana- y se potenciará a las Pymes y los pequeños productores. Además, se compromete a una «segunda reforma agraria», que impulse un desarrollo rural y participativo «desde abajo, desde la participación movilizada de las organizaciones locales de los productores”.