El pasado 8 de marzo se hizo Historia: por primera vez en España se convocaba una huelga general feminista, y la respuesta fue implacable. “Granada será la tumba del machismo” gritaban en mi ciudad, y algo parecido coreaban en Vigo, en Lanzarote, en Cantabria, en Alicante, en Badajoz, en Valladolid, en Tarragona, en Almería, en Palma… hasta en las 200 ciudades donde hubo movilizaciones
Las calles se inundaron de manifestantes. Mujeres de todas las edades, estudiantes y jubiladas, trabajadoras y amas de casa, españolas y extranjeras, madres y abuelas, junto con hombres, ancianos y niños salieron a demostrar que estamos hartas de la discriminación, la violencia y la opresión y que sí es posible una sociedad más justa.
A pesar de la lluvia y el frío, fueron las manifestaciones más masivas en años. Los datos cifran en un millón los manifestantes en Madrid, 600.000 en Barcelona, 300.000 en Zaragoza y 100.000 en Sevilla. Según la prensa internacional, España fue el país europeo con más movilizaciones de toda Europa. La acogida fue formidable y la exaltación que se respiraba en las manifestaciones era, energizante, esperanzadora.
Por lo que hablé con varias compañeras, la sensación al caer en la cama esa noche fue bastante parecida: la garganta totalmente gastada y el pecho lleno de satisfacción. Por supuesto, somos conscientes (al igual que lo son las convocantes) de que esto no es ningún final, y que la lucha feminista ahora tiene más razones para seguir peleando que nunca. Sin embargo, independientemente de lo que pase ahora, debemos estar orgullosas de lo que hemos conseguido en este Día de la Mujer Trabajadora.
Como rezaba la convocatoria, paramos las mujeres y se paró el mundo. Y la primera victoria comienza, en sí, por demostrar la fortaleza del movimiento feminista. El 8M no fue el día de felicitarnos por ser mujeres, sino de luchar por nuestros derechos. El homenaje que se merecen todas las luchadoras que nos han abierto el camino y el compromiso con las generaciones futuras para dejar un mundo mejor.
La auténtica manada tomó las calles y las consignas y exigencias fueron oídas en todos los rincones del país. Salimos a gritar Ni Una Menos, que no son muertes, son asesinatos y que de vuelta a casa queremos ser libres, no valientes. Salimos por solidaridad con las mujeres asesinadas, las mujeres violadas y las mujeres maltratadas, salimos a decir ¡basta!, a exigir que nuestras vidas sí importan, a reclamar responsabilidades a los culpables y ayudas a las víctimas.
Salimos porque estamos hartas de la brecha salarial, que alcanza el 30% en España entre mujeres y hombres por realizar el mismo trabajo. Y porque estamos hartas de que las mujeres consigan mejores calificaciones y mayores niveles de estudio que los hombres pero no accedan ni siquiera equitativamente con ellos a los equipos directivos de empresas e instituciones. Hartas de discursos oportunistas, de leyes que no recogen las demandas de las mujeres y de leyes a favor de la mujer que quedan en papel mojado.
El feminismo nos ha hecho más conscientes, a hombres y a mujeres, de cómo existe la discriminación y la opresión en pleno siglo XXI y cómo hay unas muy poquitas personas que están muy interesadas en que esto no cambie.
Pero además, el feminismo ha dado conciencia más allá, cuestionando los pilares ideológicos de nuestra sociedad. Ha permitido que analicemos los roles de género en los que se nos educa, y que tanto perjudican a mujeres y a hombres. La mujer ha de ser dulce, maternal, comprensiva… y sumisa. Las mujeres no pueden ser líderes, los hombres no pueden llorar. O eso nos hacen creer.
Por eso el pilar educativo en el 8M era tan importante. Y por eso, con el simple hecho de que esta conciencia se haya extendido entre la sociedad, ya somos un poquito más libres. A partir de ahora, como decía alguna frase que rondaba por las redes: “olvídate del ‘tengo novio’ para quitarte de encima a un acosador, el ‘soy feminista’ es mucho más efectivo”.