Diferentes terremotos azotan la esquina nororiental del continente africano. En países como Argelia o Sudán, la persistencia y energía de las luchas populares han logrado socavar la estabilidad de regímenes que parecían inconmovibles. En Libia o Egipto, las potencias occidentales -con EEUU a la cabeza- maniobran para poner (o reforzar) a sus respectivos hombres fuertes. ¿Cuáles son las claves geopolíticas de estas convulsiones?
En Argelia, las protestas populares han logrado deponer a Buteflika y exigen acabar con el régimen que lo ha sostenido durante décadas. En Sudán, la llamada «revuelta del pan» ha logrado deponer la dictadura de Omar al Bashir. En Libia, el asedio a Trípoli del mariscal Jalifa Hafter -exiliado durante años en EEUU y que ya ha recibido el respaldo explícito de Trump- parece vaticinar un cambio de poder. Y en Egipto, el general Al Sisi (también respaldado desde Washington) acaba de aprobar una reforma de la Constitución que le permitirá retener el poder hasta 2030.
Las convulsiones en esta zona tan sensible encierran grandes peligros geopolíticos y pueden afectar especialmente a Europa y a nuestro país: pueden afectar al tráfico de mercancías desde el Canal de Suez al Mediterráneo, al suministro energético a Europa, y tienen una relación directa con la oleada de seres humanos que tratan de cruzar el mar intentando llegar a las orillas de la UE. Especialmente importante es el caso de Argelia, el país de procedencia de millones de franceses de origen magrebí y cuyas costas apenas distan 200 km del Levante español.
Es preciso hacer un análisis concreto de los procesos particulares de cada uno de estos países. En cada uno de ellos actúan fuerzas diferentes. Pero hay un marco común a todas estas convulsiones, en el que aparecen por un lado la lucha de los pueblos, pero por otra los intereses geoestratégicos de los grandes centros de poder mundial, y en especial de uno en particular: la superpotencia norteamericana.
Libia y Egipto: los hombres fuertes de Washington
Si como veremos más adelante, en Argelia o en Sudán podemos atribuir un origen endógeno a la mecha del descontento popular que ha acabado defenestrando a Buteflika o Al Bashir, en el devenir de la guerra de Libia o en del régimen militar de Egipto, la mano de la superpotencia norteamericana se deja ver claramente.
Egipto fue, tras el primer ensayo de Túnez, donde Washington decidió llevar adelante una primavera que ha acabado convirtiéndose en invierno. Utilizando el genuino y legítimo odio popular de los manifestantes de la Plaza de Tahrir hacia el despótico Hosni Mubarak -un corrupto autócrata servil a los intereses de Washington- para acometer una voladura controlada del régimen, utilizando los profundos vínculos existentes entre los aparatos fundamentales del Estado egipcio con EEUU, en especial en un Ejército que lleva décadas siendo armado y adiestrado desde el Pentágono.
El déspota Mubarak fue depuesto en 2011 -por la combinación entre las manifestaciones y las presiones del Ejército-, pero las urnas dieron paso a un gobierno de los Hermanos Musulmanes nada afín a los intereses de Washington. Así que en 2013, un golpe militar dirigido por el general Al Sisi -e instigado desde EEUU- depuso al gobierno de Mohamed Morsi y se hizo con las riendas del país.
Las tensiones populares en Egipto no han desaparecido, ni mucho menos. La carestía, la inflación y el empeoramiento de las condiciones de vida alimentan sin cesar huelgas y movilizaciones tan masivas como salvajemente reprimidas. Pero a pesar del mar de fondo, Al Sisi ha «arreglado» -con compra de votos incluida- una reforma de la Constitución que le otorga una presidencia casi vitalicia.
Un «referéndum» sin campaña previa, con los opositores amordazados, repleto de irregularidades, y con una participación del 44%, le otorga vía libre para permanecer en el poder hasta 2030. Si tal cosa hubiera ocurrido en, por ejemplo Venezuela, se hubiera desencadenado una escandalera de magnitud global. Pero Al Sisi es el hombre que Washington y sus aliados (Israel y Arabia Saudí) quieren para El Cairo. Así que nadie ha dicho nada.
Si el Egipto de Al Sisi camina hacia el inmovilismo, en la vecina Libia todo parece indicar que la guerra civil de baja intensidad que venía librándose en el país -tras los bombardeos de la OTAN que acabaron con el régimen de Gadaffi en 2011- se encamina hacia su final, o mejor dicho: hacia el final designado por Washington y las potencias occidentales.
Hasta hace no mucho, un precario y explosivo statu quo reinaba en Libia. Dos gobiernos -uno con sede en Trípoli, respaldado por la comunidad internacional, y otro con base en Tobruk (este del país), con apoyo del señor de la guerra Jalifa Hafter- se disputan el control del país desde 2014 con oleadas de violencia intermitentes.
La ofensiva de Hafter sobre Trípoli ha roto este tenso equilibrio. Se trata de un ex-colaborador de Gadaffi que ha pasado dos décadas exiliado en EEUU, llegando incluso a adquirir la nacionalidad norteamericana. De la mano de la CIA, volvió a Libia para intervenir en la guerra civil, haciéndose fuerte con el apoyo de Emiratos Árabes, de Francia y sobre todo del mariscal egipcio Al Sisi.
Por si alguien tenía alguna duda de quien mueve los hilos del mariscal Hafter, la Casa Blanca ha despejado la incógnita. Trump no ha tardado en expresar su apoyo al militar libio-estadounidense, transmitiéndole que EEUU desea que culmine los «esfuerzos antiterroristas en marcha para lograr la paz » en Libia e iniciar «un sistema político estable y democrático» en el país norteafricano.
Argelia: el viento popular echó a Buteflika
Tras la cruenta guerra civil que vivió en los años 90, Argelia parecía refractaria a las movilizaciones que azotaron el norte de África y que comenzaron en 2011 con las revueltas tunecinas que acabaron con la defenestración del odiado Ben Alí y luego se extendieron a Egipto para acabar con el reinado de Mubarak. Pero a diferencia de Túnez o Egipto, en Argelia los aparatos de Estado no están intervenidos por los grandes centros de poder occidentales, y las llamadas «primaveras árabes» -que aunque alimentadas por un genuino descontento popular, fueron utilizadas e instigadas por Washington para acometer una «voladura controlada» de regímenes obsoletos, para sustituirlos por otros más profundamente controlados- parecieron pasar de largo. En Argelia, Washington no pudo utilizar su control interno de los aparatos represivos (fundamentalmente el Ejército) para hacer caer al gobierno de Abdelaziz Buteflika, en el poder desde 1999.
Pero la mecha de indignación e ira popular que prendió en la revuelta tunecina de 2011 no era muy diferente del hartazgo del pueblo argelino no solo hacia Buteflika -un decrépito anciano que aspiraba a un inaudito quinto mandato- sino hacia un régimen autoritario que mantiene a las clases populares en un estado de subdesarrollo, pobreza y precariedad, que dilapida las riquezas del país con sus tramas corruptas y que frustra sus ambiciones de progreso y libertad.
Por eso, cuando Buteflika presentó su renuncia y el presidente provisional Bensalá anunció elecciones para julio, los manifestantes no volvieron a sus casas. Han vuelto a protagonizar otro viernes de protesta -van diez seguidos- movidos por una profunda desconfianza hacia los llamados décideurs (los que toman las decisiones), personificados en Bensalá y sobre todo en el jefe del Ejército y hombre fuerte del régimen, el general Salah.
Es muy posible que el detonante de la explosión de movilizaciones en Argelia sea la lucha endógena entre las clases populares y un régimen controlado por una burguesía burocrática depredadora y despótica. Pero estamos hablando de un país con importantes atributos geoestratégicos. Es la décima reserva de gas mundial, así como la conexión de gaseoductos que van del norte de África a Europa. El devenir político de Argelia no puede resultarle indiferente a los centros de decisión de París, Moscú, las monarquías sunníes del Golfo… ni por supuesto a Washington. Si esos centros de poder -todos con intereses en el devenir argelino- no han actuado ya, están esperando la grieta para poder hacerlo.
Sudán: más que una revuelta por el pan
Un caso con semejanzas al de Argelia es el de Sudán, donde tres semanas de intensas protestas han acabado deponiendo al dictador Al Bashir, que lleva manejando con mano de hierro los asuntos del país desde 1989. Al Bashir ha sido acusado por la Corte Penal Internacional por genocidio y crímenes de guerra por la actuación de las guerrillas bajo su mando en el conflicto separatista de Darfur, al sur del país.
Se ha denominado a la ola de movilizaciones que ha acabado con el dominio de Al Bashir como la «revuelta del pan», y en ello hay algo de verdad. Tras una visita del FMI en julio, el Gobierno sudanés adoptó un programa de austeridad que recortó los subsidios sociales y triplicó el precio del pan. La despótica represión política del régimen de Al Bashir no ha podido acallar la indignación de las calles en un país en el que la inflación galopa por encima del 70%, donde la tasa de desempleo es la quinta más elevada del mundo, y donde la hambruna agobia los estómagos.
Pero de nuevo, el puzle sudanés no solo se limita al pulso entre el pueblo oprimido y el brutal régimen de Jartum. Una parte del Ejército ha dejado solo a un Al Bashir que hasta ahora había mantenido buenas relaciones con Arabia Saudí o Emiratos Árabes -Jartum había enviado soldados a la guerra de la vecina Yemen- pero también con países rivales de Riad como Turquía, Kuwait y Qatar. Y también con Rusia. A pesar de cumplir con los dictados del FMI, Al Bashir siempre ha contado con la hostilidad de EEUU, que desde 1997 considera su gobierno una «amenaza internacional».
Como en el caso de Argelia, todo parece indicar que la “revuelta del pan” responde esencialmente a las ansias de progreso, libertad y bienestar del pueblo sudanés contra el despótico régimen de Jartum. Pero si los centros de poder mundial no han prendido la mecha, no tardarán en intervenir en un país que guarda 400 km de costa en el estratégico Mar Rojo.
Las convulsiones y terremotos de esta parte del mundo tienen como causa distintos vectores, pero un mismo denominador común: los intereses y maniobras de los centros de poder mundial, y muy en especial de la superpotencia norteamericana. Los pueblos del mundo harán bien en no perder de vista nunca a estos actores, aparentemente “externos” pero en muchos casos ocultamente decisivos.