Si 2009 se iniciaba con una oleada de «Obamanía» que recorrió el planeta entero tras la salida de Bush de la Casa Blanca, el año se cierra con el duro discurso del mismo Obama en la aceptación del Nóbel de la Paz, defendiendo el derecho de Washington a desatar guerras de agresión, y la Cumbre de Copenhague, donde EEUU se ha visto obligado a renunciar a la firma de ningún acuerdo, dada la aguda oposición y la adversa correlación de fuerzas a la que ha tenido que enfrentarse.
Muy posiblemente, para los historiadores del futuro, 2009 será al año en el que los síntomas del ocaso imperial de la superpotencia yanqui eclosionaron en toda su amplitud. El fracaso en Irak unido a la profundidad de la crisis financiera desatada por Wall Street han transformado el declive estratégico que venía sufriendo en las últimas décadas en un auténtico –y cada vez más agudo– ocaso imperial. El catastrófico fracaso de la línea Bush, la línea de la hegemonía exclusiva y el recurso a la fuerza, hicieron aconsejable para el grueso de la clase dominante yanqui optar por el cambio hacia una línea mas multilateral y dialogante –la línea Obama–, buscando con ello evitar un brusco aterrizaje de su hegemonía de consecuencias impredecibles. El año transcurrido desde entonces, sin embargo, no ha hecho más que poner de manifiesto la hondura del declive norteamericano y la profundidad de los cambios en la correlación de fuerzas que atraviesa el tablero mundial. A lo largo de 2009, el peso que representa la economía norteamericana en el volumen total de la economía mundial se ha reducido de una forma acelerada, mientras que por primera vez desde 1945, la hegemonía del dólar norteamericano se enfrenta al cuestionamiento de su papel como moneda de reserva mundial. Pero además, el impacto de la crisis financiera ha provocado que el modelo económico del que EEUU depende para apropiarse de una cuota de la plusvalía mundial mayor de la que le corresponde por su peso económico sufra una seria contestación. En paralelo a ello, la influencia de EEUU en los asuntos mundiales se ha visto seriamente debilitada con la aparición de los países emergentes del Tercer Mundo. E incluso en el punto en el que su superioridad es indiscutible, la supremacía militar, mientras Obama ha iniciado una escalada en Afganistán de incierto resultado y con una creciente oposición interna, el informe anual del Comité de Inteligencia Nacional de EEUU señala que antes de 2025, en “el campo de las fuerzas armadas en que ahora goza de superioridad, verá también disminuir su importancia”. Por último, a medida que se profundiza el ocaso imperial, se agudizan al mismo tiempo los factores de división y antagonismo entre las dos fracciones de la clase dominante yanqui, la articulada en torno a la línea Obama y la representada por la línea Bush y los sectores ligados al complejo militar industrial. Un poder mundial diluido Hasta hace bien poco, sólo hay que echar la vista un año atrás, los principales asuntos de la gobernación mundial se decidían en el G-8, el exclusivo club de las grandes potencias económicas mundiales (con el añadido de una Rusia a la que nadie, dada su capacidad nuclear, quería fuera de control) donde todos sabían que Washington tenía la última palabra. En estos 12 meses, sin embargo, las dos reuniones del G-20 (en Londres y en Pittsburgh) han mostrado a los ojos de todo el mundo cómo esas mismas grandes potencias ya no pueden, como hasta ahora, dictar en exclusiva la reglas del juego. Mucho menos imponerlas en contra de la voluntad de las grandes potencias emergentes del Tercer Mundo. Esto representa un cambio cualitativo verdaderamente histórico en las relaciones internacionales. En las cumbres del G-8 –al igual que ocurría en otros organismos internacionales como el FMI o el Banco Mundial–, dada la peculiar naturaleza de las relaciones entre EEUU y sus “socios-vasallos”, Washington disponía de la capacidad de imponer siempre en última instancia sus intereses sobre los de los demás, incluso aunque fuera bajo la forma de un consenso aparentemente negociado. En el G-20, este poder y capacidad de influencia de EEUU han desaparecido. Ahora está de verdad obligado a negociar, y ni su palabra es ya la última ni sus intereses son los que acaban prevaleciendo. Es bastante probable que a ojos de buena parte de la opinión pública mundial, y especialmente de Occidente, todavía no sea perceptible la dimensión del cambio que ello significa. Toda una época histórica, iniciada tras el fin de la IIª Guerra Mundial, está llegando a su fin. ¿Hacia un nuevo empantanamiento? Pero si en el terreno económico y político-diplomático, el ocaso de la superpotencia muestra síntomas visibles, tampoco en el decisivo terreno militar los asuntos presentan un cariz sustancialmente mejor. La reciente decisión de Obama de iniciar una escalada bélica en Afganistán, con el envío de 30.000 nuevos soldados es, de entrada, un reconocimiento explícito de la incapacidad mostrada hasta ahora por su ejército para dominar a la resistencia talibán sobre el terreno. La limitada escalada de Obama –con una fecha límite, junio de 2011, para iniciar la retirada– abre sin embargo un incierto futuro sobre la guerra en Afganistán. Es muy dudoso que los refuerzos enviados para la escalada sean capaces de desequilibrar el balance de poder militar en el país a favor de las tropas norteamericanas. Y mucho menos en el plazo de poco más de un año. Con lo que, a la vuelta de la esquina, es más que probable que a Obama se le presente una encrucijada diabólica. O aumentar todavía más la escalada, convirtiendo Afganistán en un nuevo Vietnam si verdaderamente está dispuesto a ganar la guerra. O iniciar una rápida retirada que, como en el caso de Irak, será valorada como un nuevo fracaso militar de la superpotencia.