La elección de un entusiasta de la fracción más extremista de la derecha republicana, el Tea Party, como candidato a la vicepresidencia ha alertado a buena parte de la opinión pública mundial sobre las posibles consecuencias de un triunfo de Mitt Romney. Pero no son sus exabruptos políticos, sino su programa y su línea lo que hay que medir.
A los ojos del resto del mundo, el candidato republicano a la presidencia de EEUU es una autentica incógnita. Pero, lo que resulta más sorprendente, también lo es para gran parte de los norteamericanos. Hace sólo unos días, uno de los más influyentes columnistas del Washington Post, David Ignatius, conocido por su cercanía a los servicios de inteligencia civiles y militares del país, se preguntaba por “el enigma” Mitt Romney sobre política exterior. Cuando quedan poco más de dos meses para las elecciones, nadie sabe a ciencia cierta que piensa el candidato republicano y su más cercano circulo de asesores sobre “importantes asuntos internacionales” y la posición que tienen ante ellos.¿Cree el Partido Republicano que el terrorismo fundamentalista vinculado a Al Qaeda está en lo principal liquidado tras el asesinato de Bin Laden y que EEUU debe pasar a concentrarse en otros desafíos, como el ascenso de China? ¿Cómo debe actuar Washington en la primavera árabe para aumentar, y no perder, su influencia en el Gran Oriente Medio? ¿Debe asistir como actor de segundo plano a conflictos militares como el de Siria o políticos como la disputa en los mares del Sur de China, o debe implicarse activamente y en primera línea en ellos? ¿Hasta dónde van a permitir que avance Irán en su política nuclear, cuál es la línea roja que va a trazar la superpotencia y cómo actuará Romney en caso de que Teherán la rebase?Aparte del decidido apoyo que ofreció a Israel en su reciente visita a Tel Aviv –donde llegó a afirmar que con él en la presidencia, EEUU apoyaría incluso una intervención militar israelí contra Irán–, no se conocen en su trayectoria política más que altisonantes declaraciones tan gratuitas como imposibles de cumplir. Como por ejemplo la de que declarará, al día siguiente de la jura del cargo, a China como país manipulador de moneda extranjera. Algo que no sólo rompería con la tradición del Partido Republicano desde 1975, sino que abriría una guerra comercial con Pekín que ninguna gran corporación norteamericana está dispuesta a permitir. «Los recortes de gasto público de Romney tienen una excepción: los gastos de Defensa» Declaraciones como ésta no son más que concesiones a la galería –en este caso a unos electores convencidos de que China se está haciéndose torticeramente con los puestos de trabajo de EEUU–, pero sin otras repercusiones y que difícilmente expresan la visión y la línea que Mitt Romney piensa seguir en política exterior.Pero si en política exterior Romney es una incógnita, algunos aspectos de su programa que han ido conociéndose estas semanas si nos pueden proporcionar, en cambio, alguna significativa pista.Todo para el PentágonoAl elegir como candidato a la vicepresidencia a Paul Ryan –un ferviente defensor de someter al Estado a una severa cura de adelgazamiento y eliminar y recortar el mayor volumen de gasto público–, Romney hacía toda una declaración de principios en el sentido de recortar toda una serie de gastos sociales que considera un derroche innecesario.Sin embargo, esta declaración de principios sobre el recorte del gasto público tiene un límite. Mejor dicho, una excepción: los gastos de Defensa. Que además representan prácticamente la mitad del presupuesto federal anual. Para el Pentágono, Romney no sólo no propone ningún recorte, sino que al contrario promete una ampliación sustancial de su presupuesto para la próxima década.Y no sólo eso. Porque la propuesta estrella de Romney en este terreno consiste en dedicar de forma fija y permanente un 4% del PIB de EEUU a los gastos de Defensa. Eso quiere decir que si este año el Pentágono ha dispuesto de un presupuesto de 525.000 millones de dólares, el año próximo ascendería a 620.000. Es decir, un aumento del 18%. Pero para 2020, el FMI estima que el PIB de EEUU alcanzará los 22 billones de dólares, lo que, de aplicarse la doctrina Romney de un porcentaje fijo del PIB dedicado a gastos de defensa, significaría que el Pentágono recibiría alrededor de 880.000 millones de dólares, un aumento del 67,6%. De conjunto, la propuesta del Partido Republicano supone dedicar un plus de 2,3 billones dólares más a los niveles de gasto previstos para el presupuesto de defensa en 10 años a partir de 2013. Dinero que se invertiría en revocar la decisión de Obama de reducir el Ejército y el cuerpo de Marines en 100.000 soldados, en aumentar en un 70% la fabricación anual de buques de guerra para incrementar su presencia naval en el Pacífico o en completar el despliegue del escudo antimisiles alrededor del mundo. Pero, ¿de dónde saldrían los recursos necesarios para este incremento de los gastos militares? Por una parte, de recortar y limitar severamente los gastos sociales. Pero con esto no es suficiente todavía. Un plan así requiere también que los Estados vasallos aumenten sustancialmente los tributos que deben pagar a la superpotencia para sostener el gigantesco aparato militar que precisa su sistema de dominación mundial. Lo que a su vez exige aumentar el grado de intervención y control sobre esos Estados, para asegurar que cumplen con su cuota-parte.