La reforma del ministro Wert, como toda obra humana, puede ser muy criticable, qué duda cabe, pero las razones que se esgrimen contra ella son a cual más peregrina, y las lágrimas que se derraman por la enseñanza pública son las más de las veces de cocodrilo.
Empecemos por lo segundo. Si no se hubiera gastado tanto en orientadores, expertos y pedagogos (que suelen crear más problemas de los que resuelven), en liberados sindicales, y en cursillos de formación (que no valen más que para perder el tiempo y hacer pasar vergüenza ajena a quienes los tienen que soportar), los recortes no hubieran sido necesarios, o por lo menos no hubieran sido tan brutales. Si quienes se beneficiaban de todos estos gastos disparatados pensaban que el dinero no se iba acabar nunca, o es que son tontos o tienen mala fe. Si no se hubiera llevado a cabo una reforma delirante, cuyo fracaso ya se había comprobado en otros países y que ha convertido a la enseñanza estatal en algo poco más que asistencial, no se hubiera dado el éxodo hacia la privada que ha puesto en bandeja las cosas a la derecha. Y por cierto, entre quienes participaron en ese éxodo están muchos próceres del PSOE, que jalean la reforma pero que llevan a sus hijos a la privada: los experimentos pedagógicos son muy divertidos siempre que se hagan con los hijos de los pobres. Puedo discrepar de la política de la derecha, pero criticar a los políticos de derechas porque hacen política de derechas es como criticar a un cura porque dice misa. Cada cual es muy dueño y señor de no ir a misa, pero que los curas digan misa es algo que está en el orden natural de las cosas, como también lo está el que los políticos de derechas hagan política de derechas. ¿Es que los creadores de la reforma son tan ingenuos que no sospechaban que la degradación de la enseñanza pública iba a ser aprovechada por la derecha para justificar sus políticas privatizadoras?
Vamos con lo primero, lo absurdo de algunos argumentos contra la ley Wert. La idea de que deben existir controles exteriores y reválidas se descalifica sin más de “franquismo”, algo así como si tacháramos las ecuaciones de segundo grado o la óptica geométrica de franquistas porque se enseñaban durante el franquismo. A ver si podemos reflexionar sosegadamente sobre si son o no necesarios los controles exteriores. Muchas veces los profesores terminamos por aprobar a un alumno porque si total no va a dar más de sí, por lo menos que titule, y de paso lo perdemos de vista, lo cual es muy gratificante cuando el alumno se porta mal y boicotea las clases. Muchos hemos cometido ese pecadillo alguna que otra vez y pocos están en condiciones de tirar la primera piedra. Claro que quien aprueba a un alumno que se porta mal y sabe poco ha de aprobar también, por razones de elemental justicia, al que se porta bien aunque sepa todavía menos: lo contrario sería premiar la mala conducta. Así, entre aprobados misericordiosos y promociones por imperativo legal, estudiantes que no saben nada terminan titulándose, y la posesión del título es algo que guarda escasa relación con la posesión de conocimientos. Los muchachos lo saben, por supuesto, y esto es lo que explica la absoluta pasividad con que vienen muchos de ellos al instituto. Pero si cada cierto número de años hubiera que pasar una reválida, ni los profesores caeríamos en la tentación de aprobar a nadie para perderlo de vista, ni los estudiantes contarían con obtener el título sin más mérito que dejar pasar el tiempo. Decir, como se ha dicho, que esto perjudicaría a las familias más pobres, es una falacia que ya está suficientemente demostrada. Tiene más posibilidades de salir de pobre quien estudia, trabaja y aprende que quien confía en que, tarde o temprano, llegará la benevolencia de los profesores (cuando no las presiones de la inspección). Si se quiere que la enseñanza sea un instrumento de igualación social, hay que inculcar a los chicos desde muy niños la capacidad de trabajo y el hábito de hacer las tareas escolares cada día, estén motivados o no estén motivados. De lo contrario sucede, y de hecho así ha sucedido, que quien puede se va a la concertada o a la privada mientras la pública agoniza. Todo ello ante el estupor de tantos irresponsables que no se habían enterado que degradar la enseñanza pública para que los alumnos de familias más cultas y leídas no destaquen (no vaya a ser que se caiga en el elitismo) solo provoca que los de familias más desfavorecidas destaquen todavía menos, y se les robe así toda posibilidad de promoción social.
La nueva ley es criticable, a mi juicio, porque incumple una promesa electoral: la de un bachillerato de tres años y una ESO también de tres. Un bachillerato de tres años es un progreso muy modesto, pero va en la buena dirección. No hay razones de tipo económico que justifique este incumplimiento, son motivos puramente electoralistas, porque un bachillerato más largo choca con los intereses de la enseñanza concertada, cantera de votos del Partido Popular. También es criticable la ley porque no tiene suficiente consenso que garantice que no va a estar a merced de los vaivenes políticos. Es verdad que para que el consenso sea posible es indispensable que el Partido Socialista reconozca de una vez la evidencia de su fracaso y la necesidad de muy radicales reformas para enmendar el estropicio que ellos hicieron. De momento, con una falta absoluta de sentido de estado, prefieren negar la realidad y poner el orgullo de su partido por encima de los intereses de España. Llevan así más de veinte años. ¿Habrá que esperar otros veinte?