El cuidado es esencial para el mantenimiento de la vida y la reproducción social y, por tanto, no es nada marginal. No hay sistema productivo ni sociedad alguna que pueda existir sin que se reproduzca la vida y se sostenga.
Las personas enferman, envejecen, se lesionan, mueren y, antes, han de nacer. Todo ello requiere de la satisfacción de las necesidades diarias, como alimento, ropa, cobijo, asistencia en caso de enfermedad o dependencia, y también requiere el reemplazo: la procreación. Las actividades de cuidado se efectúan mayoritariamente en la familia, se hacen por afecto o por obligación moral, o por las dos cosas a la vez. Forman parte de la “economía del afecto”, y utilizo este término en un doble sentido: porque tienen valor económico (lo que queda de manifiesto cuando las realiza el mercado o el Estado) y también porque economizan gasto público cuando es la familia quien las hace.
Las mujeres son quienes cuidan mayoritariamente. A sus propios hijos y a los de otra gente y a familiares enfermos o dependientes. Y ellas son las cuidadoras principales contratadas en empresas privadas, en servicios públicos y en hogares.
En el caso de España las políticas sociales han tenido escaso desarrollo en comparación con otros países europeos y las políticas más relacionadas con los cuidados se han asentado dentro de los espacios y en el trabajo de las mujeres y no han modificado los patrones de género. Esto es especialmente visible con el desmantelamiento de la Ley de Dependencia, que supone una reprivatización del cuidado en los hogares, una precarización de las cuidadoras familiares y una nueva carga para las familias y las mujeres.
Es por ello que la respuesta y la dinámica individual de los hogares a las tensiones generadas por la presión de cuidar ha sido la externalización de los cuidados, que pasan a inscribirse en los circuitos de la globalización debida a la contratación generalizada de mano de obra barata en cuidadoras extranjeras.
La baja natalidad es una expresión de la crisis de los cuidados pues no sólo se debe a cambios culturales, sino también a la dificultad de las mujeres de hacer compatibles su maternidad con las actividades laborales, sociales y políticas. Pero así como las técnicas de control de la natalidad permiten aplazar la maternidad y restringir el número de hijos, la necesidad de cuidados de larga duración no es programable y resulta siempre sobrevenida en las familias. Hay que tener en cuenta que las situaciones de dependencia vinculadas a la edad o a la discapacidad han aumentado mucho en España por las propias tendencias demográficas. La población mayor de 80 años, que en 1991 era de 1.147.868 personas, asciende en el 2011 a 2.456.906, más del doble en sólo veinte años. Con este “envejecimiento del envejecimiento” aumenta la probabilidad de situaciones de dependencia y el cuidado de las mismas deviene un problema de primera magnitud.
La crisis de los cuidados exacerba las desigualdades sociales. Genera lo que Shellee Colen llamó una ‘reproducción estratificada’. Las tareas de reproducción física y social se asientan en jerarquías de clase, raza, etnicidad y género, y se sitúan en una economía global y en contextos migratorios. La mercantilización del trabajo reproductivo se traduce en que las mujeres de clase media y alta contratan cuidadoras para sus hijos o ancianos, aunque a veces recurran también al apoyo familiar, como es el caso de los abuelos y abuelas que se ocupan de sus nietos. Y lo hacen porque no pueden asumir directamente el cuidado, ante la práctica ausencia del apoyo del estado, falta de compromiso de los hombres y altos precios de los servicios ofrecidos por empresas.
La reproducción estratificada produce ella misma estratificación, al intensificar las desigualdades en que se basa. Los sectores más vulnerables experimentan una doble crisis de cuidados, pues las situaciones de dependencia se concentran especialmente en los hogares con rentas más bajas y éstas, ante la escasez de servicios públicos, han de resolver los cuidados con el propio trabajo familiar. Esta inequidad social se traduce también en los costes de oportunidad de las cuidadoras: incompatibilidad laboral, probabilidad de perder el empleo, efectos sobre la propia salud y efectos sobre la vida afectiva y relacional. Las mujeres inmigradas, además, se ven forzadas a dejar a sus hijos al cuidado de familiares en su país mientras ellas cuidan a otros. Las políticas públicas han influido en esta desigualdad, tanto a través de las regulaciones de extranjería como por el tipo de régimen laboral de las empleadas domésticas, que es muy precario, y propicia que este sector se ocupe con inmigrados.
El avance de las políticas neoliberales comporta una reconfiguración de las relaciones entre producción y reproducción. Por un lado, se están aplicando medidas de austeridad como una forma de paliar la crisis económica y financiera, pero también como una forma de controlar la acumulación de capital. Y, por otro lado, se reordena la reproducción social, reduciendo los servicios aportados por el estado y transfiriéndolos a la familia. En España esto se refleja no sólo en los recortes del gasto público sino también en la naturaleza de unas políticas que optan por la expansión del mercado frente a la responsabilidad pública. En resumen, en un momento en que el empleo es menos estable y más precario y en que las familias son más variadas se generan nuevas contradicciones, más presión sobre las mujeres y nuevas formas de expresión de la crisis de los cuidados.
Frente a la hegemonía que se otorga al mercado, reconocer la importancia del cuidado y de la reproducción social no sólo tiene una dimensión académica, sino también política. Una redistribución de la riqueza, también implica y afecta causalmente al sistema establecido de los cuidados, que implica romper la amistad peligrosa con el mercado, estableciendo una nueva alianza con la protección social, fortalecer las redes de apoyo comunitarias y conseguir una participación equitativa de mujeres y hombres en el cuidado.