Pocas veces, como estos días en Túnez, se ha confirmado con tanta rotundidad el dicho de que «una sola chispa puede incendiar la pradera». El pasado 17 de diciembre, Mohamed Bouazizi, un modesto vendedor ambulante de un pequeño pueblo del interior de Túnez, se inmolaba «a lo bonzo» en señal de protesta por la situación desesperada y sin horizontes que, como a él, afecta a la mayoría de los jóvenes tunecinos.
Pues bien, en aenas un mes, las protestas y movilizaciones sociales a que dio pie ese gesto desesperado han hecho tambalearse y caer a un dictador que llevaba 23 años aferrado al poder; ha permitido que se destape y conozca la corrupción y el latrocinio perpetrados por un régimen “cuasi familiar” que llevaba décadas saqueando al país y al Estado; está llevando a la cárcel y al procesamiento judicial a buena parte de los responsables del régimen derrocado (incluidas las “milicias” privadas del dictador, responsables de gran parte de los 120 muertos acaecidos en el primer mes de la revuelta tunecina); está desbordando día a día los intentos de aquellos sectores del viejo régimen (aún presentes en el gobierno) que aspiran a que “el cambio” sea una mera operación de maquillaje (la sustitución de un dictador caído por otro similar, que simule una apertura temporal para luego volver a las andadas), y está llevando la situación del país al punto de hacer casi irreversible la instauración de un verdadero sistema democrático en Túnez, que estaría abierto no sólo a los “partidos tradicionales” sino también a los prohibidos y perseguidos hasta ahora: desde el Partido Comunista a “En Nadha” (Renacimiento), un partido islamista que suscita aprehensión en ciertas cancillerías europeas, aunque sus líderes aseguran que su proyecto político tiene mucho más que ver con el “modelo turco” que con “los talibanes”.De momento, y cuando la “revolución” aún está en marcha, la situación no cesa de moverse de un día para otro y el “gobierno interino” (puesto en cuestión por los manifestantes) trata de frenar con constantes concesiones una escalada del conflicto que dé pie a una crisis mucho más difícil de controlar, la inquietud y el desasosiego comienzan a abrirse paso en Francia (antigua potencia colonial y el país que de facto domina Túnez), en ciertas cancillerías occidentales y entre algunos países vecinos, con una situación demasiado similar a la tunecina como para no temer el efecto contagio. Francia, con su clásica hipocresía, se rasga ahora las vestiduras al “descubrir” lo corrompido y ladrón que era Ben Alí, su protegido durante casi 25 años: ¿cómo es que no se habían dado cuenta antes, dicen ahora, con absoluto cinismo? Pero, como antes se coge a un mentiroso que a un cojo, ya ha salido a la palestra un reciente embajador francés en Túnez recordando que el Elíseo lleva años perfectamente informado de la naturaleza depredadora de la familia Alí, así como de la situación desesperada de los jóvenes. Y también se ha sabido que el primer amago de respuesta de París a la crisis fue la propuesta de su ministra de Defensa de enviar policías franceses a Túnez para proteger al régimen de las protestas populares.Pero, en todo caso, lo que la nueva situación plantea no es un dilema moral sobre la diplomacia gala, sino si, efectivamente, París sigue manteniendo el control de los resortes fundamentales del país (Ejército, policía, servicios secretos…) y si eso le va a permitir “pilotar” un cambio que salvaguarde los inmensos intereses económicos, políticos y estratégicos que Francia tiene concentrados en Túnez y que abarcan a todas los sectores y todas las esferas de la vida tunecina. Una pérdida de su hegemonía política o, aún peor, un cambio desfavorable a sus intereses, en un país que ha sido hasta ahora la “perla” más rutilante de su “collar” norteafricano (como lo llamaba impunemente el ex presidente Chirac), podría ser un resbalón que acabara dando pie a un retroceso sustancial de Francia en la esfera internacional y a un nuevo escenario en la ”frontera sur” de Europa.Para Francia, pues, la “cuestión tunecina” es tan absolutamente vital como lo fue hace unos meses la “cuestión de Níger”, cuando París se vio obligado a propiciar un golpe de Estado para derrocar a un presidente que había comenzado a mostrarse demasiado complaciente con las demandas de China de “compartir” las minas de uranio del país, sobre las que Areva (una compañía francesa) mantiene una situación de monopolio, refrendada por la presencia militar gala. De la misma forma que la “luz” de Francia dependía del control de las minas de Níger (que alimenta las casi 60 centrales nucleares del país), Túnez es el mejor escaparate de su hegemonía sobre el Magreb, el prototipo de un país “árabe y musulmán” pero “laico”, lo que ponía en evidencia las ventajas del “dulce yugo francés”, al tiempo que constituía un mercado casi monopolizado para todos sus productos (desde automóviles y armas hasta moda y comida), amén de un espacio turístico sin los riesgos ni las amenazas que hacen imposible ese tipo de negocio en la mayor parte de la ribera sur del Mediterráneo.Pero si la crisis y el estallido tunecino han cogido ciertamente a contrapié a París, que ya ha cambiado a su embajador en el país e intenta remendar a toda prisa sus errores iniciales, en cambio ha encontrado una acogida enormemente favorable por parte de la administración americana, que no sólo se ha limitado a despachar a la zona a un funcionario del más alto nivel (Jeffrey Feltman, secretario de Estado adjunto de EEUU), sino que por boca del propio Obama ha expresado su simpatía hacia las demandas de los manifestantes y su apoyo decidido a un nuevo régimen de libertades en Túnez (e, incluso, en toda la región, lo que sin duda es una clara advertencia a los regímenes autoritarios vecinos, incluido al de su tradicional aliado egipcio Hosni Mubarak, donde se acaban de iniciar protestas populares, reprimidas violentamente, y para las que el presidente americano ha pedido “respeto”). Este apoyo y este papel activo de Washington en la región bien podrían ser indicios claros de que EEUU podría estar considerando seriamente la baza de pasar a jugar un papel mucho más activo y mucho más decisivo en el norte de África, donde una serie de regímenes autoritarios, corruptos y caducos (prácticamente todos, sin excepción: Marruecos, Argelia, Túnez, Libia y Egipto) se muestran incapaces de dar salida alguna a las demandas de una población con decenas de millones de jóvenes desocupados, y en los que las viejas potencias coloniales (sobre todo Francia) resultan ya “insuficientes” para mantener el control de la situación. No sólo frente a la amenaza potencial de un giro hacia el islamismo radical, que encontrara en esas masas juveniles depauperadas una inmensa base de reclutamiento, sino también para frenar la creciente presencia de China en la región.Aún es pronto para evaluar el significado profundo de la crisis tunecina y las consecuencias que puede tener para toda la región (sobre todo, si las movilizaciones de Egipto acaban llevándose por delante al actual régimen), pero no cabe desechar la hipótesis de que estemos en el prólogo de uno de esos cambios estratégicos “regionales” de hondas consecuencias, y cuyo fin no sería otro que asegurar el control de una zona de enorme importancia. La cuestión está abierta.