Mientras que la brutal ofensiva israelí sobre la Franja de Gaza cumple ya cien días -con más de 23.000 muertos gazatíes, el 70% de ellos mujeres y niños- la guerra se extiende por Oriente Medio y Próximo. Todavía de manera controlada, pero con focos que pueden prender en incendios de grandes proporciones en una de las regiones más incendiarias del planeta. EEUU y Reino Unido, junto a otros países, ya han realizado más de 70 ataques aéreos sobre las posiciones de los rebeldes hutíes en Yemen.
Este incendio tiene pirómanos. Existen fuerzas que trabajan denodadamente para que la barbarie que ha comenzado en Gaza se propague por toda la región, provocando una conflagración a gran escala de consecuencias imprevisibles, que significaría una amenaza de primera magnitud para la Paz Mundial.
No es ningún secreto que el gobierno de Benjamín Netanyahu, fanáticamente sionista y el más a la ultraderecha de la historia de Israel, impulsa la escalada de violencia no sólo en Gaza, sino en Cisjordania y en Líbano, buscando que la milicia chií de Hezbolá entre al trapo y prenda la llama de una guerra abierta en el Norte.
El gran objetivo de esta escalada no es Hamás, ni tan siquiera Hezbolá, mucho más potente militarmente. La pieza de caza mayor para el Estado de Israel es su archienemigo, el Irán de los ayatolás.
Pero ni siquiera en este empeño el ultrareaccionario gobierno israelí es el protagonista, sino el vicario de otro poder mayor. Aunque tenga sus propios intereses en sus incendiarias intenciones, los halcones sionistas van de la mano de los halcones de la clase dominante norteamericana, que buscan una espiral del «cuanto peor, mejor», un casus belli para poder desplegar todo el poder de la superpotencia en una estratégica región del planeta en la que -tras los fiascos en Irák, Siria o Afganistán- han perdido un considerable poder e influencia, dando espacio para que potencias como Irán o Rusia ganen peso.
La línea Biden está atrapada en una contradicción, queriendo soplar y sorber al mismo tiempo. Por un lado, la Casa Blanca se atiene a una de las grandes lineas rojas de la política norteamericana: el apoyo a Israel, el gendarme estadounidense en Oriente Medio, no puede ni debe cuestionarse. Mantienen el respaldo político a Israel, protegiéndolo diplomáticamente y sosteniéndolo militarmente, y tienen que responder ante desafíos como los hutíes en el Mar Rojo, pero buscan impedir un conflicto descontrolado que obligue a EEUU a concentrar unos cada vez más preciados recursos financieros y militares, detrayéndolos de otras áreas de vital interés, como Ucrania y sobre todo de su prioridad estratégica: el cerco a China en Asia-Pacífico.
Pero la línea Trump, la más aventurera y belicista, fuertemente vinculada al complejo militar-industrial, no está dispuesta a dejar pasar la ocasión de hacer valer el poderío bélico norteamericano para recuperar poder en una zona geoestratégicamente clave.
Fue esta fracción de la clase dominante norteamericana la que con Bush avaló la voladura del proceso de paz entre israelíes y palestinos a finales de los 90, impulsando a carniceros pirómanos como Ariel Sharon y al propio Netanyahu. Fueron ellos los que tras los atentados de las Torres Gemelas en 2001, decretarin una auténtica dictadura terrorista mundial, invadiendo primero Afganistán y luego Irak. Fue luego Trump el que echó por tierra el Tratado Nuclear con Irán firmado en las postrimerías del último gobierno de Obama, y el que urdió los Acuerdos de Abraham entre Israel y potencias suníes como Arabia Saudí, unas alianzas que ahora están en cuestión, pero que buscaban forjar unas tenazas contra Teherán.
Son los halcones, en Tel Aviv, pero sobre todo en Washington, los que están trabajando por echar gasolina al incendio de Oriente Medio, poniendo en peligro la Paz Mundial.