Pedro Castillo ha sido detenido por la policía tras disolver el Congreso de Perú y decretar un Gobierno de excepción para dar paso a un periodo Constituyente, una medida inconstitucional con la que el mandatario trataba de romper el permanente acoso -político, judicial, mediático- al que la derecha y los centros de poder extranjeros han sometido a su gobierno desde el minuto uno.
Desde que asumiera su cargo en julio de 2021, el presidente de Perú, Pedro Castillo, no ha tenido ni un sólo día de paz. Su gobierno ha estado sometido a una permanente y feroz labor de desestabilización por parte de una oposición dominada por la ultraderecha fujimorista, con continuas mociones de censura alegando “incapacidad moral permanente”, basadas en supuestos casos de corrupción sin pruebas consistentes. Tramas desestabilizadoras detrás de las que siempre estuvieron los centros de poder de Washington, contrarios a un gobierno de signo antiimperialista en Perú.
Finalmente, arrinconado y acosado -y también debilitado por los errores e inconsecuencias de su gobierno- Pedro Castillo anunciaba una decisión inconstitucional que precipitaba su caída. Tres horas antes de la sesión parlamentaria en la que se iba a debatir y votar una moción para destituirlo por “incapacidad moral permanente” por denuncias de corrupción que están en investigación, Castillo comparecía en televisión para anunciar la disolución del Parlamento, un “gobierno de emergencia excepcional” que gobernaría mediante decretos ley, la «reorganización de los poderes judiciales», y la convocatoria de una Asamblea Constituyente que en el plazo de nueve meses redactara una nueva Constitución que sustituyera a la promulgada por el dictador Alberto Fujimori en 1993.
Pero la maniobra -a todas luces un suicidio político, una huida hacia adelante sin respaldos políticos que no podía salir bien- no tardó en precipitar hacia su final al mandatario. Poco después del anuncio a la nación, el mandatario se presentó ante la prefectura —la institución que se encarga de mantener el orden público— para pedir garantías, pero era detenido por la policía.
Luego tenía lugar la sesión parlamentaria, en la que una abrumadora mayoría con 101 votos a favor, solamente 6 en contra y 10 abstenciones, aprobaba la destitución de Castillo por haber intentado el cierre inconstitucional del Congreso. Ahora al expresidente le espera un proceso penal por sus decisiones inconstitucionales, un delito que tiene una pena de entre 10 y 20 años, aunque el gobierno de México le ha ofrecido asilo.
Rechazo prácticamente unánime, también entre la izquierda
Desde que dio a conocer sus intenciones, la reacción de rechazo hacia Castillo por parte de todos los sectores de la política peruana era casi unánime: desde la oposición derechista hasta los propios aliados del presidente, incluyendo Vladimir Cerrón, presidente de Perú Libre, el partido bajo el que Castillo se presentó a las elecciones, pero con el que el mandatario rompió el pasado mes de julio. «Estamos contra el hiperparlamentarismo, la prensa no es confiable en el país, ningún testimonio [de las acusaciones de corrupción] está corroborado, pero tampoco ponemos la mano al fuego por el presidente Castillo y Perú Libre no apoyará el golpe de Estado en marcha», escribió Cerrón en su cuenta de Twitter.
Varios ministros, como el de Trabajo, el de Economía y el de Relaciones Exteriores, presentaron su renuncia en protesta por la maniobra inconstitucional, así como el embajador de Perú ante la ONU. También se desmarcó inmediatamente de Castillo la propia vicepresidenta de Perú, Dina Boluarte, que horas después juraba el cargo como nueva presidenta de Perú. “Como todos conocemos se ha producido un intento de golpe de Estado”, comenzó Boluarte su primer mensaje como presidenta inmediatamente después de juramentar.
El resultado de un largo y permanente «golpe blando»
No se puede entender lo que ha ocurrido en Perú sin partir del contexto.
La maniobra de Pedro Castillo ha sido -además de suicida y torpe- inconstitucional, y ha precipitado su caída. Pero no es sino el fruto maduro de un prolongado acoso y derribo, de un proceso de desestabilización permanente que tiene a la oposición derechista -en especial a la ultraderecha fujimorista- como principal agente, pero que tiene como «director de orquesta» al hegemonismo norteamericano. Unos EEUU que tratan de derribar -mediante «lawfare» y golpes blandos- en toda América Latina, a los gobiernos y opciones políticas que se les oponen.
Desde el minuto uno, desde su misma sesión de investidura, el gobierno de Pedro Castillo ha sido sometido a una implacable labor de desestabilización. Y no por los «defensores del orden constitucional» ni por los «enemigos de la corrupción», sino justamente por los más tenebrosos adalides de la dictadura, el expolio imperialista, y la corrupción institucionalizada como forma de gobierno, durante décadas, en Perú.
En apenas año y medio de legislatura, el gobierno de Pedro Castillo ha sido objeto de hasta cuatro intentos de la ultraderecha para sacarlo de la presidencia
En 2021, luego de muchos meses de profunda crisis política en Perú, el maestro rural y sindicalista Pedro Castillo ganaba la primera vuelta de las elecciones generales con el 19% de los votos, pasando a la segunda vuelta junto a su oponente ultraderechista, Keiko Fujimori, la hija del dictador Alberto Fujimori. En una segunda vuelta más que ajustada, y sobre las espaldas de una gran movilización de las clases campesinas, Perú Libre lograba la victoria en el balotaje con el 50,13% de los votos, con un discurso de denuncia del modelo económico neoliberal y proimperialista, de reivindicación de los intereses de las clases trabajadoras y empobrecidas, históricamente marginadas. Y con la promesa de convocar una Asamblea Constituyente para cambiar la Constitución neoliberal heredada de la dictadura fujimorista.
Castillo no pudo cumplir con el cambio de la Constitución, y tropezó con otras muchas iniciativas. Por una parte, la Asamblea Constituyente no pudo despegar por la feroz oposición de un Congreso dominado por la oposición hegemonizada por la ultraderecha. Por otra parte, también pesan los propios errores de Castillo, debilitando o dinamitando la política de alianzas con otros sectores de la izquierda, que lo dejaron cada vez más aislado, llegando a romper a principios de julio con Perú Libre, el partido que lo había llevado a la victoria.
Pero las maniobras de acoso y derribo comenzaron incluso antes de asumir la presidencia, cuando el fujimorismo -emulando a Donald Trump- intentó impugnar la victoria de Castillo aduciendo un inexistente fraude electoral. Ese primer intento golpista fracasó.
Cuando apenas había cumplido cuatro meses de gobierno, la ultraderecha presentó un primer impeachment, alegando “incapacidad moral permanente” del presidente por denuncias de corrupción que estaban en investigación, con testimonios no corroborados, y donde -como en el caso de Dilma y Lula en Brasil- las pruebas consistentes brillaban por su ausencia.
Con 46 votos, ese primer intento de destitución quedó lejos de los 87 necesarios, dos tercios del Congreso unicameral, para ser aprobado. En marzo la derecha volvió a intentar sacar al presidente por la misma causa y los mismos argumentos. Volvió a fracasar al lograr solo 55 votos.
Poco después, la ultraderecha abrió contra Castillo otro juicio político, en este caso por «traición a la patria». Una acusación sin fundamento, basada en una declaración periodística del mandatario en la que expresaba su simpatía con la demanda de Bolivia de una salida al mar y hablaba de la posibilidad de un referéndum para consultar a los peruanos si respaldan esa demanda, lo que nunca se llevó a la práctica. A pesar de lo insólito de esta acusación, una comisión parlamentaria la aprobó en primera instancia, pero el Tribunal Constitucional anuló ese proceso señalando que no tenía sustento.
A la cuarta va la vencida
En octubre la fiscalía presentó al Congreso una denuncia contra Castillo acusándolo de encabezar una organización criminal para direccionar licitaciones públicas. Emulando de nuevo el «lawfare» brasileño contra el PT, la acusación de la ultraderecha se sustentaba en exfuncionarios encarcelados por corrupción, que acusaban a Castillo de ser el jefe de la trama… a cambio de ver reducidas sus condenas.
Esta denuncia fiscal dio lugar a que en el Congreso se le abra un juicio político, otro camino para destituirlo, a pesar que la Constitución no permite acusar a un presidente en ejercicio por los delitos que la fiscalía le imputa a Castillo, solo puede ser procesado por traición, cerrar inconstitucionalmente el Congreso o impedir las elecciones.
Basándose en esta acusación, la oposición derechista lanzó un tercer proceso de destitución de Castillo por “incapacidad moral permanente”.
Este es el tercer impeachment que se debía votar ahora, y que no estaba nada claro que pudiera recabar los 87 votos para destituirlo.
Pero al acometer la maniobra inconstitucional de disolver el Parlamento, Pedro Castillo ha puesto en bandeja su propia cabeza, precipitando su caída.
Una crisis política que está lejos de estar resuelta
La presidencia del país andino parece seguir en manos de la izquierda. La que ha sido vicepresidenta de Pedro Castillo, Dina Boluarte, y ahora asume la presidencia, ha sido militante de Perú Libre (PL) -el partido que llevó a Castillo al gobierno y que se define como «marxista-leninista»- aunque hace unos meses fue expulsada.
Boluarte llega a la presidencia sin un partido que le apoye, sin bancada parlamentaria propia, y enfrentada al que fue su partido, el PL. Y contando con una oposición derechista que ya ha demostrado hasta dónde está dispuesta a llegar para defender los intereses de la oligarquía y el imperialismo.
La crisis política en Perú no se ha acabado con la caída de Pedro Castillo. Apenas acaba de empezar. Y todavía falta por expresarse el pueblo peruano.