En octubre de 1977 se firmó el “Acuerdo sobre el programa de saneamiento y reforma de la economía”, que ha pasado a la historia con el sobrenombre de “Pactos de la Moncloa”. Los suscribió casi todo el arco parlamentario, desde la “derecha” de UCD y AP hasta la “izquierda” de PSOE y PCE, pasando por nacionalistas catalanes y vascos. Y a ellos se sumaron las organizaciones patronales y los dos principales sindicatos, CCOO y UGT.
¿Por qué se recuerdan hoy? ¿Qué papel jugaron en la transición?
Nos cuentan que fue una necesidad para evitar el “default”, la quiebra de España, golpeada por los efectos de la “crisis del petróleo” y con una galopante inflación que escalaba hasta el 30%. Pero había otro factor “descontrolado”: el mayor y más influyente movimiento obrero de toda Europa. Que incluso en plena dictadura arrancaba conquistas luego impensables: el gobierno de Arias Navarro fue obligado a prohibir el despido libre; los convenios colectivos se firmaban con subidas salariales de hasta el 40%… hasta el punto de que entre 1974 y 1977 se alcanza el máximo histórico de la participación de los salarios en el PIB.
Los “Pactos de la Moncloa” fueron el pacto económico -luego vendría el político, la Constitución, y el militar, la entrada en la OTAN- que sentaron los raíles por los que debía transitar el nuevo régimen democrático.
A cambio de algunas concesiones sociales y políticas -derechos de reunión, asociación política, libertad de expresión, reconocimiento de los sindicatos-, se impuso al pueblo trabajador una rebaja de ocho puntos en el poder adquisitivo, se reinstauró el despido libre, y se “liberalizó” la economía. Añadiendo el compromiso de los sindicatos para paralizar las luchas obreras.
Hoy nos recuerdan que “el sacrificio de la clase obrera trajo la democracia”, como si lo que sucedió fue un acto voluntario en aras de un bien superior. Lo que en realidad ocurrió fue la imposición de un marco que fortaleció la capacidad de explotación sobre la sociedad española de grandes bancos, monopolios y capital extranjero.
La “particularidad” española
En Portugal Rui Rio, presidente del Partido Social Demócrata (PSD), la oposición conservadora, ha reafirmado su apoyo cerrado al gobierno encabezado por el socialista Antonio Costa, deseándole “coraje, nervios de acero y mucha suerte… Porque su suerte es nuestra suerte”.
Sin embargo, en España todos anticipan que “no existen las condiciones políticas para un acuerdo”, dando por descontado el rechazo del PP a ningún pacto con el actual gobierno.
Un vaticinio que parece confirmarse cuando Pablo Casado, desde la tribuna del Congreso, acusa al presidente de ser “incompetente, arrogante y mentiroso”.
¿Cómo es posible que España, el país donde junto a Italia más ferozmente ha atacado el coronavirus, sea el único donde el primer partido de la oposición se enfrasca en feroces ataques al gobierno?
No se corresponde con el supuesto “cainismo español”. Los motivos son mucho más prosaicos. En España es donde más ha avanzado la influencia de la mayoría progresista, con el gobierno más a la izquierda de todo el continente… Y donde los centros de poder han dado sobradas muestras de querer dinamitarlo.
Los titulares de algunos grandes medios conservadores demuestran que la necesidad de unidad para enfrentar la pandemia no les ha hecho cejar en su empeño: “el «Gobierno del insomnio» que Sánchez armó con Podemos constituye una amenaza para los españoles”; “la insolvencia de un Gobierno dividido”, “los españoles no merecen mentiras [del gobierno]…
Y permanentemente se desliza la misma opción: “un gobierno de concentración nacional” basado en una “gran coalición” entre PSOE y PP como condición indispensable para cualquier pacto. Lo ha planteado abiertamente el Círculo de Empresarios -que representa a bancos y monopolios españoles y al capital extranjero-, la FAES de Aznar…
Coincidiendo en ello con la ferocidad de la “derecha española”, las élites del procés también albergan la esperanza de que caiga el gobierno progresista, para generar mejores condiciones para la fragmentación.
No solo boicotean un acuerdo que fortalezca al actual gobierno, sino que, al utilizar la pandemia como munición contra el gobierno, trabajan activamente a favor del virus.
Reconstrucción es redistribución
Nadie puede dudar que va a ser necesario un gigantesco esfuerzo de reconstrucción para, una vez vencido el virus, hacer frente a los estragos económicos y a los costes sociales generados por semanas de confinamiento. Y precisaremos altas dosis de unidad y acuerdo para encarar, como sociedad, esta gigantesca tarea.
¿Pero sobre qué bases debemos abordar un pacto por la reconstrucción?
Existe una poderosa corriente, compartida por gran parte de la sociedad española, que reclama políticas al servicio de la mayoría. Representada en el amplio consenso en torno a que no deben volverse a aplicar recortes en sanidad, o en que es necesario movilizar todos los recursos para que “nadie se quede atrás”, protegiendo a los más vulnerables.
Solo es posible reconstruir el país, generando en torno a ello un amplio consenso social, desde políticas de redistribución de la riqueza
Y esas políticas no solo deben financiarse recurriendo a un mayor endeudamiento, que deberemos pagar todos en el futuro, sino aplicando medidas de redistribución de la riqueza. Lo proponen incluso altos cargos como el presidente de Portugal, que ha pedido a los bancos que devuelvan el dinero público entregado bajo la forma de “rescates” en la última crisis. Y lo reconoce, muy a su pesar, un portavoz del gran capital anglonorteamericano como el Financial Times: “la redistribución será debatida otra vez; los privilegios de los más ricos serán cuestionados. Políticas consideradas excéntricas hasta ahora, como la renta básica y los impuestos a las rentas más altas, tendrán que formar parte de las propuestas”.
Pero también existe otra corriente, vinculada a grandes centros de poder, que quieren reeditar las “políticas de recortes” aplicadas tras el crack del 2008. Son centros de estudios que consideran “previsible que caigan los sueldos tanto de los empleados privados como de los públicos”, anuncian que “la crisis económica va a afectar a la vida y la prosperidad de todos, con una caída en el bienestar”, pronostican que “se puede acelerar el descenso de ingresos de las clases medias y trabajadoras”, y proponen “acabar con la debilidad que supone el minifundismo económico, el elevado peso de pequeñas y medianas empresas”.
Quienes hoy rechazan furibundamente un acuerdo nacional por la reconstrucción son las fuerzas más reaccionarias. Y lo hacen para impedir que las posiciones de la mayoría progresista puedan avanzar.
Necesitamos un gran pacto nacional por la reconstrucción. Que debe estar al servicio de quienes en esta pandemia se han revelado como “imprescindibles”: los trabajadores, los sanitarios, los autónomos… No se puede volver a cargar la salida a la crisis sobre las espaldas de la mayoría.
Solo es posible reconstruir el país, generando en torno a ello un amplio consenso social, desde políticas de redistribución de la riqueza.
Que permitan a España disponer de la sanidad que merecemos, y no de una “por debajo de nuestras posibilidades”, igualando el porcentaje del PIB destinado a gasto sanitario con la media europea.
Que ataje las altas tasas de temporalidad y precariedad, que nos condena a sufrir el mayor repunte del paro en Europa, cuestionando el marco impuesto por la reforma laboral.
Que blinde las pensiones en la Constitución, evitando que puedan ser recortadas o privatizadas.
Que impulse una reindustrialización del país, que elimine la dependencia de la financiación exterior, traducida en una onerosa deuda y nos permita autoabastecernos de productos básicos, como el material sanitario.
Este es el pacto de reconstrucción que nos interesa, el que intentan impedir quienes boicotean cualquier acuerdo. Un programa así puede contar con el apoyo de una mayoría social, restañar las heridas económicas y sociales generadas por la pandemia y hacernos más fuertes ante futuras emergencias sanitarias.