El 3 de noviembre de 2020, una fecha a menos de dos meses, se decide mucho más que la figura que ocupará el mayor centro de poder del mundo, la presidencia de los EEUU. Se decide qué línea política va a regir a una superpotencia que conserva un poder muy por encima del de cualquier otra potencia o grupo de naciones.
Lo que se decide el 3 de noviembre no solo es cuäl de las dos fracciones en las que hoy está dividida la clase dominante norteamericana -representadas en las figuras de Trump y Biden- va a tener la dirección de la superpotencia, sino con qué correlación de fuerzas y en qué condiciones va a poder llevar adelante su línea de gestión.
Porque la superpotencia norteamericana está en su ocaso imperial, y encuentra cada vez más dificultades y resistencias para gobernar las relaciones internacionales y los asuntos globales, en un mundo que camina de forma inexorable hacia un orden multipolar, donde nuevos centros de poder aspiran a ser tratados como iguales por el decadente hegemonismo. El primero de esos centros y el principal desafío al orden mundial unipolar es China.
Ante la menguante trayectoria de EEUU y ante la emergencia del mundo multipolar, la clase dominante norteamericana se encuentra dividida ante el camino a tomar, ante qué línea seguir tanto para conservar su hegemonía y frenar su declive, como para contener o impedir el ascenso de rivales como China, así como para qué hacer para dar respuesta a la lucha incesante del resto de países y pueblos del mundo rebelándose contra el dominio norteamericano.
La línea de «hegemonía consensuada» de Clinton y Obama aspira a gestionar el declive de tal forma que la inevitable transición hacia un mundo multipolar se produzca de una manera suave y no traumática, y que dé como resultado una especie de hegemonía consensuada, de múltiples socios en la que, a cambio de ceder y compartir poder mundial, se preserve el liderazgo norteamericano, ocupando el papel de “primus inter pares”.
La línea representada en su momento por G.W.Bush o ahora la de Trump pretende hacer valer en primera instancia su superioridad militar, contener bajo formas agresivas la emergencia de sus rivales, especialmente China, e imponer una recategorización en los Estados considerados “vasallos” en base a su supeditación a los intereses y mandatos norteamericanos.
A pesar de los éxitos relativos de una y de otra, a pesar de que el poder hegemonista les ofrece las mejores bazas para maniobrar en la cambiante situación mundial, ninguna de las dos líneas de actuación ha conseguido ya no revertir, sino frenar significativamente el ocaso imperial. Ni tampoco contener, desviar ni ralentizar el ascenso de China, su principal rompecabezas geopolítico y la cuestión principal que tendrá que abordar el próximo inquilino de la Casa Blanca, sea el que ya la ocupa o sea Joe Biden.
Una de los rasgos de la línea Trump ha sido establecer, bajo formas cada vez más agresivas, un cerco en todos los campos (militar, económico, político…) a China. Pero incluso si el ganador de las presidenciales es Biden, el grado de la emergencia china se ha desarrollado de tal manera que hay que detenerla enérgicamente.
En torno a eso existe un consenso en la clase dominante norteamericana, abandonando cualquier intento de encuadrar a Pekín en una suerte de “G2 mundial” como hubo durante algún momento del mandato de Obama. Sea con la táctica que sea, EEUU va a adoptar una aún más agresiva política de cerco económico, político y militar contra el gigante asiático.
Otro consenso: aumentar el grado de saqueo sobre aliados y vasallos.
El próximo presidente de EEUU, sea quien sea, se deberá enfrentar también a importantes problemas internos, como doblar la curva de una pandemia de Covid-19 que va camino de las 200.000 muertes y que suma cada día más de 9.000 nuevos casos. O como graves desórdenes sociales como los que ahora se han reactivado tras el tiroteo policial sobre el afroamericano Jacob Blake. Tensiones derivadas no solo del racismo estructural del sistema norteamericano, sino de una opresión con color de clase que mantiene al 40% de la sociedad norteamericana -a las minorías étnicas negra e hispana, pero también a los blancos pobres- superexplotados y excluidos social y políticamente
Pero el ganador del 3 de noviembre también deberá gestionar la otra pandemia, la económica. Aunque la bolsa de Wall Street, estimulada por los dos billones de dólares que ha inyectado el Gobierno Federal para bancos y monopolios, lleve semanas festejando grandes beneficios, el FMI prevé una caída del PIB de entre el 6 y el 7% a finales de año, y las cifras de paro se han triplicado con la pandemia.
Sea Trump o Biden el próximo ocupante del Despacho Oval, sabemos cuál es siempre la respuesta de la superpotencia ante las crisis económicas: cargar sobre los eslabones más débiles de la cadena imperialista sus propias pérdidas; aumentar el grado de saqueo y expolio no solo sobre el Tercer Mundo, sino también sobre aliados y vasallos como los países europeos, entre ellos España; exigir mayores tributos para el sostén de los costosísimos gastos del Imperio, así como un más intransigente encuadramiento en los proyectos y planes de guerra hegemonistas.
Por eso la distribución del daño de esta crisis en el mundo va a depender esencialmente del grado de subordinación y dependencia de cada país respecto a EEUU. Los países con mayor dependencia de la superpotencia somos los que vamos a sufrir la crisis económica y social con mayor virulencia.
Sea un halcón o una paloma el que gane las elecciones presidenciales, sea con la línea Trump o la línea Biden, vamos a ver los próximos años unos EEUU en declive, con una mayor ansiedad estratégica por cargar sobre otros las pérdidas de la actual crisis. La urgencia agudizará su agresividad.
Sea con demócratas o con republicanos, sea bajo unas formas u otras, vamos a ver unos EEUU más intervencionistas y peligrosos, pero también más golpeados por la lucha del conjunto de países y pueblos del mundo. Unos EEUU más cerca del final de su ocaso.