Muy escasa, por no decir nula, ha sido la reflexión sobre el «curioso» hecho de que la derrota del Plan Ibarretxe y el fin de ETA sean, de alguna forma, el preámbulo de la súbita deriva «soberanista» del nacionalismo catalán, que en un breve plazo de tiempo pasó de décadas de un autonomismo moderado y dialogante a un discurso rupturista e independentista. ¿Existe alguna relación entre ambos hechos? ¿O se trata de una mera casualidad?
No es ninguna gran novedad afirmar que uno de los mecanismos más efectivos a través de los cuales las grandes potencias dominan a los países que tienen bajo su hegemonía es la explotación de sus contradicciones internas, particularmente cuando afectan a conflictos territoriales, étnicos, nacionales, etc. En España, la historia viene de lejos y bastaría recordar para ello aquella frase de un gobernante francés durante las guerras carlistas afirmando que cuanto más enconado era el conflicto más barato le salía a Francia el mercurio de las minas de Almadén.
La intervención de grandes potencias en España utilizando los conflictos territoriales o «nacionales» viene pues de antiguo, pero ha resultado un hecho decisivo en todo el periodo de la transición. Tan decisivo que lo que podríamos llamar el momento inaugural de la transición (el asesinato de Carrero Blanco y, por tanto, la eliminación de la única posibilidad de subsistencia de un franquismo sin Franco) se ejecuta utilizando unas siglas, las de ETA, ligadas al «nuevo» independentismo vasco. Este «nuevo» independentismo armado y violento, de corte terrorista, mantendrá en jaque al Estado español durante 45 años, matando generales, miembros del Tribunal Supremo, policías, guardias civiles, periodistas, políticos, mujeres y niños, utilizando durante décadas el territorio francés como refugio, gozando en la prensa anglosajona del tratamiento de guerrilla, con el visto bueno y la colaboración de la iglesia vasca y formando junto al PNV (o más exactamente, junto a la línea del PNV encabezada por Arzallus) una pinza con dos funciones perfectamente definidas por la famosa imagen del nogal: «uno sacude el árbol para que caigan las nueces y el otro las recoge». Mientras ETA teñía de sangre Euskadi y España, el nacionalismo vasco alcanzaba cotas de poder y privilegio excepcionales (desde el concierto económico a la ertzaina)… pero no era el único ni el principal beneficiario. Sacando jugoso partido de la debilidad constante de España, Francia se hacía en los años ochenta con una posición económica impresionante en España (duplicando con la presencia en nuestro país su industria del automóvil, alimentación, etc.). Pero el gran beneficiario iba a ser, sin duda, EEUU cuyo diseño de la transición española acabaría imponiéndose por encima de cualquier obstáculo y utilizando todos los medios necesarios. Ya la eliminación de Carrero Blanco (al día siguiente de una tormentosa reunión con Kissinguer, secretario de Estado norteamericano) dio, desde un primer momento, la pauta de la determinación de los EEUU para abrir paso a los cambios que deseaba realizar en España, a fin de que esta acabara siendo un sólido, leal y sumiso miembro de la OTAN y de la UE. Pero la hoja de servicios del «independentismo vasco» no terminaría ahí, con este servivio «inaugural»: cuando a comienzos de los años ochenta, EEUU decidió quitarse de en medio a Suárez, cuya oposición al ingreso a la OTAN y neutralismo exterior contravenía todas sus previsiones, ETA lanzó la más terrible de sus campañas de atentados, con un asesinato cada tres días, hasta que el «ruido golpista» (prólogo del 23-F), provocó la caída de Suárez.
Durante cuatro décadas el «independentismo vasco» fue un factor clave para mantener una España débil, dividida, frágil y manipulable, facilitando así su control y dominación.
Pero durante esas cuatro décadas se fue forjando a su vez una persistente y tenaz veta de resistencia entre la población. La dureza del castigo (recordemos atentados como los de Hipercor) no condujo ni a la resignación ni a bajar la cabeza. Y a mediados de los noventa, ya había pequeños núcleos de resistentes en Euzkadi que comenzaron a levantar la voz contra el fascismo y el terror. Con el asesinato de Miguel Ángel Blanco el 10 de julio de 1997, la condena se convirtió en clamor y movilización popular. Millones de personas salieron a la calle para decir ¡Basta ya! La posibilidad de que semejante protesta popular pudiera conducir a una verdadera movilización de masas nacional, fue el desencadenante que acabaría provocando el fin de ETA y la liquidación del proyecto soberanista vasco. Por supuesto que la eficacia policial, la firmeza judicial y la colaboración internacional (a última hora) jugaron un papel en el definitivo desmantelamiento del terror, pero recordemos que todo ello no había servido de mucho hasta que se produjo la decisiva intervención del pueblo en la lucha.
Con el inevitable fin de ETA, el hegemonismo perdía una baza de intervención que le había sido de extrema utilidad durante 45 años. Y, con esa derrota, se desactivaba, al menos durante un tiempo, el «conflicto vasco», que había determinado la vida española durante toda la transición. El PNV volvía a la senda «pactista» (la segunda de sus almas) y se alejaba del mundo batasuno.
Pero no se habían apagado aún los rescoldos de ese fuego, cuando ya se encendía otro. Mientras el «conflicto vasco» entraba poco a poco en una fase de sordina y baja intensidad, un pirómano insaciable instigaba un nuevo fuego, esta vez en Cataluña.
Si el 10 de octubre de 2011 ETA comunicaba su rendición pública, no pasaría ni unos meses para que el líder de Convergencia i Unió, Artur Mas, elegido presidente unos meses atrás, comenzara a pilotar una vertiginosa transición de su partido, desde el nacionalismo moderado y pactista (no olvidemos que CiU había apoyado los gobiernos de Suárez, González, Aznar y Zapatero) hasta un soberanismo paulatino que, en muy poco tiempo, y aun a costa de destrozar a su partido, acabaría convirtiéndose en un independentismo férreo e «innegociable». Mas comenzó demandando un «imposible» (la negociación de un «concierto a la vasca» para Cataluña) para aprovechar de inmediato la negativa del Gobierno central y embarcarse en la demanda de un referéndum de independencia.
Un año escaso después de la firma de la rendición de ETA, el 12 de septiembre de 2012, el Parlamento de Cataluña, a instancias de la Generalitat y el partido de Mas, aprobaba una resolución pidiendo celebrar un referéndum de autodeterminación de Cataluña. El Presidente de la Generalidad, Artur Mas, declaró en el discurso ante el Parlamento que había «llegado la hora» de que el pueblo de Cataluña ejerciera el derecho de autodeterminación.
En apenas doce meses se había pasado, pues, del «conflicto vasco» al «conflicto catalán». Un nuevo quebradero de cabeza amenazaba otra vez con mantener al país débil, dividido, enfrentado, frágil y a merced de la dominación exterior. Todo ello en medio de la crisis más grave vivida por el país en los últimos 40 años.
Si los lazos de EEUU con el nacionalismo vasco vienen de lejos (de los tiempos porteriores a la segunda guerra mundial, cuando el PNV ofreció a EEUU los medios y recursos de su «servicio de información», muy útiles sobre todo en América Latina), los vínculos con el nacionalismo catalán también son antiguos. Es muy poco conocido el hecho de que ya a mediados de los años sesenta la CIA impartió la directriz estratégica de que había que «catalanizar» a la clase obrera, en su mayoría procedente de otras regiones de España, especiamente Andalucía, Extremadura y Murcia. Y es un hecho que ese desideratum se cumplió, al menos en parte. Sin ese hecho, la burguesía nacionalista difícilmente habría llegado a adquirir el control que ha llegado a ejercer en Cataluña, ni a gozar de la aquiescencia con la que ha contado su proyecto, ni a construir un «consenso» tan grande como el que llegó a construir. Y tampoco podría haber dado, probablemente, el paso que ha dado ahora de capitanear una deriva soberanista. La escasa resistencia que hasta hace bien poco encontró el proyecto nacionalista incluso entre la población originaria de otras regiones de España sería difícil de explicar y comprender sin ese fenómeno de «catalanización» de las clases populares que EEUU ya impulsó en los años 60, con vistas obviamente a abrir un foso que un día podría servirle para azuzar las contradicciones y los conflictos en el solar ibérico. Es decir, para lo que está haciendo hoy.
Existe la creencia ingenua de que si nuestros gobernantes son ya muy dóciles y amigos de EEUU, ¿por qué van a ser hostigados por los mismos amos a quien ya sirven pleitesía? ¿Para qué instigar conflictos como el vasco y el catalán, si ya hacen lo que quieren con el gobierno de Madrid? Algunos ejemplos pueden ayudarnos a ver clara la cuestión. A pesar de que Turquía fue un fiel aliado de EEUU y un fiel socio de la OTAN durante decenios, EEUU jamás dejó de apoyar el movimiento independentista kurdo. A pesar de que Gran Bretaña fue su más fiel aliado y perrillo faldero, EEUU nunca dejó de tener vínculos privilegiados con el terrorismo del IRA. Para dominar verdaderamente un país, para controlar por entero su voluntad, sus decisiones, etc., durante un largo periodo de tiempo, no basta con manejar una sola pieza. Un gobierno puede cambiar de color. Un presidente puede salir «rana». Un país puede querer escapar al control. La verdadera hegemonía solo se consigue a través de instrumentos duraderos y profundos de intervención.
A veces esos mecanismos se vuelven contraproducentes, y entonces se les sacrifica y se utilizan otros. Los servicios de inteligencia norteamericanos proporcionaron a la policía española, en el último periodo de ETA, tecnología para localizar a los comandos etarras. 50 años atrás, esos mismos servicios le habían proporcionado a un comando el explosivo con que volar a Carrero Blanco. Los EEUU no tiene amigos permanentes, sino intereses permanentes.
Sin la instigación y el apoyo subterráneo que le proporciona EEUU, es muy probable que «el problema catalán» ni siquiera hubiera aparecido, al menos en la forma que lo ha hecho. Que Obama hable de «la unidad de España» es algo tan vacuo e inconsistente como que asegure que apoyaba a Erdogan, al tiempo que instigaba un golpe de Estado contra él.
Tampoco esto quiere decir que EEUU apoye la inminente desintegración de España. La cuestión no es tan simple. Lo que EEUU pretende es tener en cada momento un país más sometido, más docil, más obediente, que cumpla las exigencias que en cada momento conviene a sus intereses. Y para lograrlo, necesita utilizar todas las armas de presión, chantaje y amenaza disponibles y adecuadas para cada situación. Eso en definitiva es lo que modulará en los próximos meses el agravamiento o la distensión en el conflicto catalán.
Por muy patriotas que les guste presentarse ante su opinión pública, los nacionalistas le hacen un flaco favor a su pueblo, poniéndolo al servicio del enemigo más peligroso de todos los pueblos del mundo.