El 19 de marzo de 1955 se publicó la primera y única novela de Juan Rulfo: la fecha merecería figurar en el «santoral» literario de la lengua española.
Enigmática, luminosa, transparente, la novela de Rulfo se iría convirtiendo con el paso del tiempo en uno de los monumentos literarios más valorado, estudiado y traducido de la literatura hispanoamericana del siglo XX. Borges la incluyó entre los selectivos textos de su «Biblioteca personal», donde la define como «una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispana, y aun de la literatura». Para García Márquez es «la más bella de las historias que se han escrito jamás en la lengua castellana».
“Hay pueblos que saben a desdicha. Se los conoce con sorber un poco de aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo. Éste es uno de esos pueblos”. Ese pueblo es Comala, el pueblo que busca el narrador al comienzo del relato y adonde va a buscar a su padre, “un tal Pedro Páramo”. Comala, “un pueblo sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno”, como lo describe el arriero que le acompaña. Un pueblo “sin ruidos”, vacío, donde todos están muertos, pero habitado por las voces, los recuerdos, la memoria imborrable de quienes allí anduvieron antes de que se convirtiera en el escenario de la desolación.
Comala ha sido interpretada en clave mítica, en clave histórica y en clave puramente literaria. En realidad, soporta prefectamente las tres lecturas, ya que los tres planos se superponen y articulan en el relato de Rulfo, un relato que conjuga lo misterioso y enigmático con una transparencia descarnada, que es a la vez fabuloso y estrictamente realista, todo ello expresado en un lenguaje tan denso como austero, de una economía y precisión asfixiante a la vez que cargado de sutiles resonancias míticas. Un lenguaje que parece extraído de los relatos bíblicos, aplicado a un realidad que es la historia de una maldición implacable. La de una tierra y la de un hombre condenados a la destrucción.
El transfondo histórico de la novela de Rulfo no es otro que la revolución mexicana, vista desde ese punto de amargura y desencanto que supuso –ya a mediados de siglo– la corroboración de que aquella utopía fracasó, y de que la violencia y la destrucción que arrasaron el país apenas trajeron otra cosa que la ruina de los campesinos, la aniquilación de muchos pueblos y la corrupción política, sin lograr eliminar siquiera lacras históricas como el caciquismo.
Un cacique prototípico es Pedro Páramo, el personaje que da justo título a la novela, y a cuyo ascenso y caída asistimos a lo largo del relato. Rulfo describe con acerada precisión la espiral que lleva a Pedro Páramo a adueñarse y a dominarlo todo: tierras, pastos, ganado, hombres y mujeres, hasta el alma del cura. Toda Comala acaba siendo suya, todas las mujeres son suyas, todos los niños son hijos de Pedro Páramo. Todo es suyo menos aquello que realmente anhela poseer, y al final será víctima de lo único que no puede alcanzar: el amor de su última esposa, Susana San Juan. La codicia de poseer y el delirio de mandar se disuelven en la imposibilidad de alcanzar lo único que podría saciar la sed infinita de Pedro Páramo.
Para esta dura y cruel historia Rulfo crea una atmósfera a la vez delirante y concreta, una atmósfera desgarrada por la absoluta indefensión y soledad de unos personajes que ya lo han perdido todo, hasta la vida, y a quienes sólo queda la escueta veladura del recuerdo.
“Pedro Páramo” supuso una revolución en las letras mexicanas, un revulsivo para la novela en toda Hispanoamérica y el nacimiento de un clásico inmortal de las letras hispánicas que, más de cincuenta años después, conserva intacto su poder y su valor.