La juventud trabajadora es, sin duda, uno de los sectores más duramente golpeados por la crisis económica que está asolando nuestro país. Desde el inicio de la pandemia, el desempleo en menores de 25 años ha pasado del 31,9% (febrero) al 43,9% (agosto), aumentando 12 puntos en apenas siete meses.
Esta rápida escalada del desempleo juvenil tiene como base un hecho estructural. Los jóvenes son los que ocupan los trabajos más precarios y temporales, peor remunerados y con menos derechos.
El informe del Consejo de la Juventud Española revela que casi el 20% trabaja en comercios (dependientes en pequeños establecimientos, vendedores a domicilio…) y un 15% trabaja en hostelería. Es decir, el 35% de la juventud española trabaja en los dos sectores que han sido los primeros en echar el cierre o en recortar la plantilla durante el confinamiento.
La misma razón es la que explica que el 53% de los jóvenes de 25 a 30 años está obligada a vivir con sus padres. Sus sueños de emancipación, robados por la precariedad y el desempleo.
Las generaciones mejor preparadas de la historia de España condenadas a cada vez peores condiciones de vida y de trabajo. Jóvenes con alta preparación obligados a marchar al extranjero para poder trabajar «de lo suyo» en condiciones dignas, o quedarse en su país para trabajar «en lo que sale». Y cuando viene una crisis, son los primeros en ser puestos de patitas en la calle.
Estas son las consecuencias de un modelo productivo que desprecia la industrialización y la I+D+i, que condena a nuestro país al monocultivo del turismo y los servicios. Y de un marco laboral -diseñado por las sucesivas reformas laborales- que condena a los jóvenes a la temporalidad, a los bajos salarios y a la incertidumbre.
Una realidad que la pandemia no ha hecho sino agudizar hasta límites insostenibles.