SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Paren España que me quiero apear

Confieso que vi de soslayo el espacio que Telecinco dedicó el sábado noche al tal Francisco Nicolás Gómez, alias “el pequeño Nicolás” o Nicolasín. Lo vi, es un decir, en la sede de Vozpopuli, mientras ayudaba a preparar la edición del domingo. Echaba un vistazo y salía espantado. Sencillamente, me daba vergüenza ajena detenerme ante el espectáculo que estaba teniendo lugar en la pantalla. Vergüenza no ya como español, que también, sino como ciudadano, como demócrata que se enfrenta a la prueba más concluyente de la postración al que ha llegado el sistema, esta dizque democracia nuestra, tan malita ella, tan enferma, tan tocada del ala, que hasta un bufón lenguaraz, un jeta con un morro que se lo pisa, ha sido capaz de poner en jaque a las más altas instituciones del Estado y hacerlas, una tras otra y en fila india, emitir comunicados desmintiendo las afirmaciones del granuja, de este osado aprendiz de James Bond al que entre unos y otros, entre sinvergüenzas y descerebrados, entre José María Aznar y Jaime García-Legaz, han elevado al estrellato.

Confieso también que en un principio creí que estábamos ante un fabulador consumado, un tipo capaz de maquinar una película de espías que él mismo llega a creerse, o bien ante un pillo de familia desestructurada, como dicen ahora, que se pone de anfetas hasta el culo o fuma hierba de baja calidad. Estaba equivocado. Entiéndanme, es obvio que el tunante ha construido un Escorial sobre los cimientos de una cabaña de pastores, pero también lo es que esa cabaña, de dimensiones hoy imprecisas, existe, tiene muros y hasta es posible que tejado, hay una base en todo lo que dice, de modo que el niñato no es un bluff. Porque en caso contrario no habría forma de entender el ataque de nervios que el sábado se apoderó de la oficina de la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría -¿cuándo va a pedir la oposición que se explique en el Parlamento?-, hasta el punto de tener que salir, con el coste correspondiente, a desmentir al fulano, y el ataque de pánico que se adueñó de Zarzuela (Carlos García Revenga, secretario de las infantas: “Aquí ha llamado dos veces: para decirme que él podía parar la querella de Manos Limpias contra doña Cristina -le dije que se estuviera quieto-, y una segunda vez para ofrecerme trabajo, como suena, a lo que respondí que llamara cuando tuviera algo que ofrecerme”), que también acabó expeliendo vergonzante comunicado exculpatorio.

Tanta gente ha perdido aquí el oremus, que el charlatán aparece en pantalla y los periodistas encargados de entrevistarle, es un decir, en lugar de tratarlo como lo que es, un consumado bufón, excrecencia de una democracia enferma, lo elevan a la categoría de experto en razón, de modo que el pícaro se viene arriba y llega un momento en que da lecciones de comportamiento moral y se mofa del Gobierno (a moro muerto, gran lanzada), y tanto se crece que termina por comerse a los entrevistadores, tan contento acabó, tan sobrado después de que el editorialista de un periódico de toda la vida le despidiera con un abrazo que sonó a confirmación, que se fue directo a por una de esas azafatas que decoran los platós de Paolo Vasile y le espetó de esta guisa, frente a frente, los ojos en el escote: “Y tú qué piensas, ¿también crees que soy un estafador?” Dicen que Lara le ha ofrecido ya un libro en Planeta, y que Vasile le va a enchufar de tertuliano bien remunerado adosado a Belén Esteban, que anda la mujer de capa caída últimamente, y qué gran pareja, el aprendiz de Torrente y la princesa del pueblo, que excelsa representación de la España fin de régimen, el rufián y la castañera, “pero el crío es un fenómeno”, exultantes ayer en Telecinco, “21,1% de cuota de pantalla, más que Gran Hermano”, otra demostración de excelencia que emite la misma cadena y dirige esa intelectual apellidada Milá.

Poner en evidencia a Moncloa, Casa Real y CNI

Hablar de escándalo es decir poco a estas alturas de la película española. El hecho cierto es que el bigardo (se presentó tres horas antes en los estudios de Telecinco aduciendo que “le perseguía la policía”) ha sido capaz de poner en jaque a las más altas instituciones del Estado. De no creer. O de confirmar lo que ya sabemos: que sólo en un país donde las instituciones han dejado de funcionar o lo hacen muy mal, a trancas y barrancas, un galopín con hocico es capaz de revolver Roma con Santiago y poner en evidencia a la Moncloa, a la Casa Real y a los servicios de inteligencia (papelón el de nuestros “espías”, oiga, se entiende ahora por qué ocurren las cosas que ocurren, todo manga por hombro). Algo que sólo concebible en un Estado con sus instituciones ocupadas por personajes de segunda o tercera categoría que, incapaces de competir en campo abierto, se refugian bajo las alas protectoras de un partido, siempre pendientes de lo que diga el jefe. Nuestra pobre democracia tiene controles de sobra, pero esos controles no funcionan, y no lo hacen porque los encargados de hacerlos valer están asustados, esperando que alguien con galones, con mando en plaza, les diga que no les va a pasar nada si cumplen con su deber, si asumen las responsabilidades derivadas del cargo que ocupan.

Nicolasín es tráfico de influencias al por mayor en una sociedad donde es tradición vivir de la ayuda de alguien, del empujón del amigo, del enchufe del poderoso, del abrazo del conmilitón. Nadie confía en su leal saber y entender, de modo que todo es darle hilo a la cometa, patada a seguir y hoy por ti mañana por mí. Nadie se planta ante lo ilegal, lo absurdo, lo intolerable. Tráfico de influencias que resume la esencia de un sistema corrupto y diseña un paisaje de profunda humillación moral. Eso es lo que sintieron millones de españoles el sábado, viendo la exhibición en directo de este pájaro de cuenta: humillación. Enseña la historia que los regímenes en decadencia suelen terminar expeliendo una efigie que delimita y representa mejor que mil tratados sus miserias morales. En el inconsciente colectivo patrio está el caso de sor Patrocinio, la famosa “monja de las llagas”, que acompaño el reinado de Isabel II. Nicolasín es la efigie, el esperpento valleinclanesco que define el final de la Transición, el definitivo declive de un régimen cuyo hundimiento nadie parece interesado en evitar.