Vivimos una ilusión. Durante años pensamos que la transición desde la unipolaridad hasta la multipolaridad se llevaría a cabo de manera pacífica, ordenada y estable; esperando que los nuevos actores se adaptaran a los marcos multilaterales existentes de manera natural y armoniosa. Nada más lejos de la realidad: en los años de tránsito hacia la multipolaridad han crecido la inestabilidad, las tensiones y los motivos de preocupación. Dicho tránsito se ha visto perturbado por la irrupción de la crisis económica, que ha acelerado algunos procesos y retrasado otros, modificando las tendencias preexistentes surgidas como consecuencia de la globalización.
Durante estos últimos años, Occidente se ha dejado llevar por la visión táctica cortoplacista. No hemos sido capaces de articular una estrategia inclusiva que modele y diseñe una manera de entender el mundo, y como consecuencia se presentan muchos de los problemas de hoy. El tacticismo tiene ecos en todos los niveles, desde los Gobiernos locales y nacionales hasta las instituciones supranacionales.
Una visión estratégica compartida implica la puesta en común de objetivos y capacidades al servicio de un fin realizable en el largo plazo. Su ausencia ha generado realidades inconexas y desacompasadas que han podido confundir a otros actores. Ha habido, sin embargo, excepciones notables. En los últimos tiempos, tras el cambio de gobierno en Irán, se está avanzando hacia la resolución de la cuestión nuclear. Sea cual sea el resultado final, se ha hecho un esfuerzo por consolidar una visión estratégica constructiva.
Tras el estallido del conflicto en Ucrania, los acontecimientos han puesto de relieve que la relación con Rusia no era lo que creíamos que era. Las dificultades para integrar a la Rusia pos-soviética en el mundo —sumado a los problemas internos de una Rusia que ha renunciado a la modernidad— ha terminado por generar un nacionalismo retrospectivo que expande su estrategia basada en esferas de influencia, una realidad que cayó con el muro de Berlín y que ya no tiene razón de ser. No nos esperábamos que, para algunos, la transición hacia el futuro mirara al pasado. Un pasado que Rusia, aunque no solo ella, añora con nostalgia. Es una aproximación dañina para el proceso de tránsito a la multipolaridad, ya que provoca que haya diferentes puntos de llegada incompatibles entre sí: unos quieren volver atrás; otros, seguir hacia delante. Rusia no puede desconectarse de la realidad internacional, del mismo modo que debemos asegurar que todos nos regimos por las mismas normas, cumpliéndolas y no trampeando con ellas. Frente a distanciamiento y expansión imperial, el largo plazo exige marcos multilaterales donde todos los actores se sientan representados y en pie de igualdad.
Las intervenciones en Oriente Medio, continuo foco de inestabilidad desde la caída del Imperio Otomano, hace casi un siglo, se han desarrollado —y fracasado— bajo modelos y objetivos absolutamente dispares. No fuimos capaces de anticiparnos a las consecuencias de apoyar autocracias, materializadas en las revueltas árabes, ni tampoco de prever las consecuencias de sucesivas acciones militares, desde Irak hasta Libia pasando por Siria. El abanico de actores y alianzas es ahora más complejo que nunca, y la manera de aproximarse a ellos desde Occidente ha sido puramente táctica, buscando intereses propios a corto plazo. Hoy nos estalla en la cara, confirmándose como el principal motivo de preocupación global arrastrado por problemas históricos todavía latentes. En Oriente Medio, como en la frontera oriental europea, también prolifera la nostalgia de épocas gloriosas, sea por los ecos de viejos Imperios, retrocesos políticos o Califatos fundamentalistas. Las soluciones en esta convulsa región deben ser percibidas como propias por los propios actores locales: nada impuesto desde fuera ha funcionado hasta ahora, por lo que nada lleva a pensar que funcione en el futuro.
Asia, la gran protagonista de este siglo, ha ocupado infinidad de análisis, documentos y hasta una supuesta reorientación estratégica de la política exterior estadounidense. Mientras, la última reunión del Fondo Monetario Internacional —que acaba de reconocer que China es la primera economía del mundo según su PIB medido en paridad de poder adquisitivo— terminó sin aumentar la cuota de votos chinos. China tiene una proporción de votos en el FMI poco mayor que la de Italia, que es un quinto de la economía del gigante asiático, mientras que Estados Unidos tiene más de cuatro veces los votos de China. Es una muestra de ceguera. La visión estratégica que exige tanto la creación y fortalecimiento de estructuras regionales de integración y seguridad como la integración de China en el sistema internacional ha sido relegada a segundo plano. Asia es un continente multipolar en sí mismo y, a diferencia de Europa, nunca cerró las heridas de la Segunda Guerra Mundial. Las disputas territoriales y los nacionalismos excluyentes amenazan la estabilidad global sin que se hayan creado marcos inclusivos donde dirimir las tensiones de manera pacífica.
No nos olvidemos de la dimensión interior. Los esfuerzos del presidente Obama en política internacional han pecado de falta de visión estratégica, sólo justificable por un sistema político polarizado y disfuncional que impone la táctica sobre la estrategia, tanto hacia fuera como hacia dentro. Algo parecido ocurre al otro lado del Atlántico. Las políticas puestas en marcha en Europa para combatir la crisis olvidaron las consecuencias sociales, y la fractura norte-sur o el auge de partidos antieuropeos es un reto de gran calado que apenas ha comenzado. La aproximación táctica que están llevando a cabo los gobiernos de los Estados miembros, cada uno con sus problemas, redunda en la falta de liderazgo y estrategia en Europa. Es el momento de priorizar estratégicamente las políticas de crecimiento, el I+D+I o el libre comercio transatlántico. Sólo así, con visión estratégica, se podrá frenar el avance antieuropeo en tantos lugares del continente.
Como europeo y español no puedo dejar de lamentar la notable falta de visión estratégica también en mi país por parte de muchos de los agentes políticos y económicos. Me temo que un triunfalismo económico exagerado pueda esconder una mera yuxtaposición de medidas tácticas y, en demasiadas ocasiones, contradictorias. La crisis económica, política, institucional y territorial exigen valentía y visión estratégica: un proyecto de país que hoy parece pospuesto indefinidamente por exceso de complacencia.
Occidente necesita saber qué mundo quiere para las próximas décadas. La táctica se agota en el corto plazo, y tiene consecuencias imprevistas que derivan en otros problemas sobre los que se aplica más táctica, volviendo a iniciar el ciclo de manera infinita. La estrategia configura un eje de actuación completamente distinto, consciente de cómo se tejen las redes de la interdependencia, cómo afecta cada movimiento al resto de actores y qué consecuencias tienen la acción y la inacción. Para Occidente, hoy por hoy, es la única manera de no renunciar a un mundo seguro, libre, próspero y habitable.