Cuando van a cumplirse 10 años del estallido inicial de la mayor crisis del capitalismo desde la Gran Depresión, nos encaminamos hacia un orden mundial con múltiples fracturas, tensiones y antagonismos. ¿En que momento nos encontramos?
En junio de 2007, la quiebra de varios fondos especulativos ligados a la titulización de las hipotecas basura de Bearn Stern’s enciende la mecha de la crisis. Que va a prender y extenderse a medio mundo de forma fulgurante en los siguientes 12 meses.
En agosto de 2008, la caída de uno de los mayores bancos de inversión norteamericanos, Lehman Brothers, es la señal inequívoca de que el fuego ha llegado al barril de pólvora. Y el corazón del capitalismo occidental, todo el sistema financiero del bloque capitaneado por EEUU, salta por los aires.
Todavía hoy, diez años después, ha sido imposible descifrar con exactitud las pérdidas globales producidas por la crisis. Únicamente disponemos de cifras fragmentarias, parceladas, que indican que ya a finales de 2008, los principales países habían dedicado alrededor de 17 billones de dólares a rescatar bancos y grandes corporaciones. Sólo en Europa se calcula que entre 2008 y 2015, los costes asumidos por los Estados en rescates y avales se aproximan a los dos billones de euros.
Sin embargo, como en cada gran crisis del capitalismo, también en esta su resolución se basa en la destrucción de capital de los más débiles y un salto en la concentración de la riqueza de los más poderosos. A finales de 2015, el PIB mundial sumaba un total de 78,9 billones de dólares. Para entonces, y a pesar de la crisis, las oligarquías financieras más poderosas –no más de 200.000 personas, el 0,003% de la humanidad– concentraban en sus manos 27,8 billones, más de un 35% del total mundial.
«Sin partir de este incremento brutal del abismo social, es imposible entender nada de lo que está ocurriendo en el mundo de hoy»
Y mientras en este extremo se concentraba la riqueza, en el otro, entre la mayoría de la población, se extendía –vía recortes sociales, paro, rebaja salarial o subida de impuestos– la pobreza a niveles no vistos en muchas décadas. Sin partir de este incremento brutal del abismo social, es imposible entender nada de lo que está ocurriendo en el mundo de hoy.
Consecuencias políticas
El estallido de la crisis no iba a hacer sino agudizar las contradicciones, tensiones y conflictos entre las distintas oligarquías financieras, de los distintos grupos monopolistas entre sí y de los pueblos y países con ellas.
Ya Marx, en El Capital, analizó cómo el capitalismo y la burguesía siempre han actuado de un modo global. En las épocas de expansión, los distintos sectores se desempeñan de forma, por decirlo así, “solidaria”, distribuyendo los beneficios globales. De acuerdo, claro está, a lo invertido por cada cual. Pero en los momentos de crisis, donde ya no se trata de distribuir beneficios, sino de asumir pérdidas y destrucción de capital el antagonismo –tanto intermonopolista como interimperialista– se eleva a un grado máximo.
Cada burguesía, y cada sector dentro de ella, hace uso de su fuerza –no sólo económica, sino también política y militar–, de las posiciones y ventajas adquiridas, del control de determinados mecanismos e instituciones del capitalismo mundial (FMI, BM, OCDE, OMC, agencias de calificación,…), para provocar un “reparto de las pérdidas” muy desigual.
Ha tenido que transcurrir una década para que esto se haya empezado a hacer evidente y mostrarse en toda su intensidad. El sojuzgamiento de los eslabones más débiles de la cadena imperialista, sometidos a un saqueo sistemático, la extensión del proteccionismo, el aumento del racismo y la xenofobia, las oleadas de indignación convertidas en vientos populares y patrióticos o, más recientemente, los sorpresivos triunfos del Brexit y de Trump, son los síntomas que mejor expresan las hondas consecuencias políticas en la fractura del orden mundial existente hasta ahora que ha tenido la crisis.
Aceleración del declive y antagonismo total
Hace sólo unos meses, un reputado conocedor de la geopolítica internacional afirmaba que los intentos expansionistas político-militares de EEUU iniciados con la Iª Guerra del Golfo han sido, por el momento, frenados, en lo que es su principal territorio de operaciones: Eurasia.
Mientras sus dos principales rivales, China y Rusia, estrechaban en este tiempo su alianza no estratégica, arrastrando hacia su espacio a grandes, medianos y pequeños estados de la región: desde India, hasta Irán, pasando por las repúblicas del Asia Central.
En dos de las regiones claves de Eurasia, el súper-continente donde se juega EEUU su hegemonía, los recientes giros de Turquía y Filipinas intentando un serio alejamiento de la influencia norteamericana y acercándose a la alianza chino-rusa marcan “desde el Mar Mediterráneo y desde el Océano Pacífico, el declive de la dominación periférica del imperialismo norteamericano. Mientras el fracaso estadounidense en Siria, [que sigue a los de Afganistán, Irak y Libia] señala el principio del fin de su omnipotencia militar”.
Declive de la hegemonía norteamericana y principio del fin de su omnipotencia militar. No se puede sintetizar mejor con menos palabras el estado actual de la superpotencia.
«El pulso feroz de golpes y contragolpes anuncian un período preñado de tensiones, parálisis e inestabilidad»
Sin embargo, con ser esto mucho, no limita ni de lejos el alcance de la profunda crisis que atraviesa el Imperio. Cuya más reciente manifestación ha sido la elección de Trump y la profundidad del brutal antagonismo que ha desatado. Del que, además, es fruto.
Como es sabido, en las democracias occidentales es habitual y está considerado como un ejercicio de “normalidad democrática” conceder 100 días de gracia a los nuevos gobernantes, para valorar su rumbo y sus primeras decisiones.
En el caso de Trump no sólo no ha existido, sino que podríamos decir que 100 días antes de su triunfo ya estaba sometido a una feroz campaña de ataques y desprestigio. Hasta el punto de que el ex funcionario del Tesoro en el gobierno de Ronald Reagan, Paul Craig Roberts, ha llegado a afirmar, a raíz de las acusaciones de la CIA por el supuesto ciberespionaje ruso; “si los oligarcas neoconservadores o de seguridad militar están dispuestos a actuar tan públicamente en violación de la ley contra un presidente entrante que podría acusarlos y someterlos a juicio por alta traición, ¿no estarían dispuestos a asesinar el presidente electo?”
Lo inquietante de la reflexión es la hondura de la división en el seno de la clase dominante, el establishment político y mediático y el pueblo norteamericano que revela. Una fractura múltiple que, hoy por hoy, parece irreversible.
Si ya la línea Trump y sus políticas de rearme, proteccionismo a ultranza y xenofobia representan de por sí una amenaza para la paz, la democracia y la estabilidad mundial; el pulso feroz y sostenido de golpes y contragolpes (con la justicia, los medios, el mundo hispano o los propios representantes republicanos) anuncian, dure lo que dure la presidencia de Trump, un período preñado de tensiones, parálisis e inestabilidad. Que desde el centro del imperio sólo puede trasladarse, multiplicada, al resto del planeta.
En la base de todo está la fase de agudo declive imperial, que no hace sino acelerarse. Su condición de única superpotencia no le permite ejercer una hegemonía exclusiva que ya no se corresponde con la realidad del mundo actual, la correlación fuerzas surgida tras el fin de la Guerra Fría ni con el nuevo equilibrio de contrapoderes internacionales.
Una situación que genera una aguda división en el seno de la burguesía monopolista yanqui. Por un lado los sectores más dinámicos y competitivos en el plano económico, aquellos que buscan crear un espacio consensuado entre EEUU y sus rivales, un equilibrio estable en el que EEUU como primera potencia ejercería el papel central de árbitro político, una hegemonía indiscutible pero consensuada. Del otro, los sectores que ya apoyaron la línea Bush buscando imponer por la fuerza militar el ejercicio de su hegemonía. Y que ahora, tras los 8 años de Obama, se han radicalizado todavía más con su apuesta por Trump.
Por otro lado, las consecuencias de la crisis económica y el empobrecimiento de amplios sectores de las llamadas clases medias y los trabajadores blancos han provocado una explosión de ira social que están en la base del triunfo de Trump. Apenas un dato, estremecedor, servirá para ilustrar esta situación de desesperanza, frustración y miedo al futuro.
Desde la caída de Lehman Brothers, la llamada “crisis de las drogas” se ha expandido a niveles nunca vistos antes. Las muertes por sobredosis de heroína aumentaron un 267% entre 2010 y 2014, sobre todo entre la clase media blanca. En 2016, las drogas mataron a más gente que los accidentes de coche. En Estados como Pensilvania, Florida, Ohio o Kentucky son una auténtica pandemia. Hasta el punto de que el programa estatal de Virginia Occidental, apenas a 3 horas de Washington, dedicado a la asistencia funeraria para familias con pocos recursos económicos está al borde de la quiebra. En los últimos 9 meses se solicitó el dinero para 1.508 funerales. Hoy sólo quedan fondos para 63 personas más. ¿Cómo no entender la ira y la desesperación de esos sectores votando a Trump “aunque reviente todo”, o precisamente para que todo reviente? Una generación que desde 1945, no es ya que sea la primera que vive peor que sus padres, sino que saben que sus hijos y nietos vivirán peor que ellos.
En la historia de los imperios, es una ley inexorable que la profundización del rearme, la injerencia y el saqueo acompañen a las fases de declive. Desatando dinámicas que, en un vano intento de recomponer un sistema de dominación decadente, no hacen sino acelerar el propio declive.
Como recordábamos recientemente, a principios de los años 70 en una conversación con un dirigente del Tercer Mundo, Mao Tsé Tung auguró: “EEUU es un tigre de papel. No crean en él pues se romperá de una estocada. La Unión Soviética revisionista también es un tigre de papel. Su fuerza está por debajo de su voracidad”. La segunda parte de la predicción ya se cumplió hace 25 años. No sabemos si estamos entrando ahora en un período en el que se haga realidad la primera parte. Pero lo seguro es que, más tarde o temprano, la estocada llegará.
Aunque mientras tanto no es en absoluto descartable que la superpotencia se revuelva como una fiera herida y acorralada, lanzando zarpazos capaces de desatar una situación tan caótica como explosiva e impredecible.
La silenciosa y pausada emergencia china
En los últimos 15 años, el PIB chino ha conocido un incremento exponencial del 959%, pasando de 1,021 billones de euros en 1999 a los 9,792 del año 2015.
«No se conoce en la historia del capitalismo un crecimiento tan fulgurante como el de China»
No se conoce en la historia del capitalismo un crecimiento tan fulgurante, un desarrollo económico tan acelerado y una acumulación de capital de tal envergadura e intensidad. Incremento, además, que promete acelerarse en los próximos años. Pues incluso en los peores años de la crisis –con la consiguiente caída del comercio global, principal fuente hasta ahora de su crecimiento– la tasa de incremento anual del PIB chino, si bien ha bajado de cerca de un 10% anual al 7%, lo hace sobre un volumen cada vez mayor.
Como respuesta a la desaceleración económica mundial, el gobierno chino lanzó en 2013 un más que ambicioso proyecto denominado “el cinturón y la ruta” o “nueva ruta de la seda, que ha sido comparado con el Plan Marshall puesto en marcha por EEUU tras la 2ª Guerra Mundial y que le permitió afianzar su condición hegemónica en el terreno industrial, comercial y financiero.
Un proyecto con inversiones billonarias en todo tipo de infraestructuras que abarca y conecta a 60 países –combinando una ruta terrestre y una vía marítima– uniendo China con Europa a través de Asia Sur-Oriental, Asia Central y Oriente Medio. En la ruta se encuentra un 75 por ciento de las reservas de energía conocidas, afecta a un 70 por ciento de la población mundial y se genera un 55 por ciento del PIB mundial. La iniciativa, acompañada por la creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB) al que ya se han adherido 57 países, es una alternativa para dar salida a la enorme capacidad del país en sectores industriales como los del acero, el cemento, el vidrio, las telecomunicaciones o la alta velocidad.
«El Banco Asiático de Inversión en Infraestructura se perfila cada vez más como alternativa al FMI y el Banco Mundial»
A pesar de la feroz oposición de EEUU y Japón, Pekín ha conseguido integrar a potencias como Alemania, Reino Unido, Francia, India o Rusia en el proyecto más importante y de mayor alcance planteado jamás por China. Entre otras razones porque en su desarrollo tiene la capacidad de reconfigurar no sólo la economía continental euroasiática sino también el modelo económico mundial. Dado el enorme volumen de inversiones y créditos previstos, el AIIB se perfila cada vez más como la alternativa al FMI y el Banco Mundial, dos de las principales instituciones cuyo control permite a EEUU mantener su actual hegemonía financiera.
Basado en su independencia política y en la dirección del Partido Comunista de China, la emergencia del gigante asiático está generando un fenómeno insólito en la historia del mundo: el ascenso pacífico, gradual y sostenido de un país al rango de gran potencia mundial. Al margen de la consideración sobre su sistema político y económico interno, nadie puede negar la enorme contribución de China a la paz, el progreso y la prosperidad mundiales.