¿Que busca EEUU en Libia?

Obama: varios pasos por delante

Obama ha insistido reiteradamente que EEUU desea transferir «en cuestión de dí­as, no de semanas», el mando militar de la operación contra Libia y que, en cuanto lo cedan, «no van a ser nuestros aviones los que mantengan la zona de exclusión aérea ni nuestros barcos los que vigilen el embargo de armas». Pero, ¿por qué EEUU después de forzar la resolución que ha permitido el ataque contra Libia está ahora impaciente por retirarse a un segundo plano?

Se ha interretado de distinto modo esta inusual decisión de Washington, que hasta ahora en todas los conflictos bélicos de la post Guerra Fría (primera guerra del Golfo, Kosovo, Afganistán, Irak,…) había asumido sin complejos ni dilaciones el mando político y militar de las operaciones. Hay quien dice que lo que busca Obama es que EEUU no aparezca en primer plano para no despertar el latente sentimiento antiamericano que existe en el mundo árabe, en un momento especialmente sensible para la región dada la oleada de cambios que la sacuden. Se afirma también que el Pentágono está comprometido en la actualidad ya con dos guerras (Irak y Afganistán), y que difícilmente podría, en una situación de recortes presupuestarios, asumir la carga de una tercera en Libia. Varios pasos por delante Aunque ambas afirmaciones contienen una parte de verdad, no desvelan sin embargo la raíz del insólito proceder de Obama. Lo cierto es que en este asunto, todo lo relacionado con las revueltas en el Norte de África y Oriente Medio, Estados Unidos va varios pasos por delante del resto del mundo. Ellos fueron los que aplicaron la cerilla al pajar reseco del descontento social, alentando públicamente la revuelta en Túnez mientras el resto de potencias y países de la zona permanecían paralizados, defendiendo rutinariamente a los viejos dictadores, atónitos ante el sorprendente rumbo que tomaban los acontecimientos. Proceso que se repetiría en Egipto, donde un ejército y unos poderosos servicios de inteligencia fuertemente controlados por Washington permitían que la revuelta cobrara fuerza, mientras Obama se dirigía abiertamente a los manifestantes egipcios a través de las pantallas gigantes colocadas en la plaza de Tarhir instándoles a permanecer firmes en sus demandas. Las razones de estos inauditos movimientos de Washington hay que buscarlas unos meses antes del estallido de las primeras revueltas. Como desveló el New York Times a mediados del pasado mes, ya en fecha tan temprana como agosto de 2010, Obama había ordenado a sus asesores un informe secreto cuyo objetivo era identificar probables focos de conflicto en la región, y estudiar cómo EEUU podía impulsar el cambio político en unos Estados que son “valiosos aliados de Washington”. El informe, elaborado por expertos de la CIA, el Consejo de Seguridad Nacional y el Departamento de Estado, llegó a conclusiones esclarecedoras. La acumulación del descontento de amplias capas de la población ante la pobreza, la corrupción y la falta de libertades, unido a la penetración de las nuevas redes sociales –poderosamente influidas por EEUU– entre importantes sectores de la juventud urbana hacían que un amplio conjunto de países en la zona estuvieran, según una de las conclusiones del informe, “maduros para la revuelta popular”. En esas condiciones, los intereses estratégicos de EEUU aconsejaban el cambio de unos regímenes dictatoriales e hipercorruptos cuya pervivencia sólo podía acumular más insatisfacción entre las masas y conducir a una peligrosa inestabilidad. Los mismos regímenes políticos que durante 30 o 40 años habían servido para asegurar el control norteamericano sobre una región vital para su estatus de superpotencia, podían convertirse en la espoleta de un estallido que pusiera en cuestión su histórico dominio de más de 6 décadas. Había que tomar la iniciativa y adelantarse a los acontecimientos, prendiendo la llama de la revuelta popular antes de que una excesiva acumulación de descontento social lo hiciera incontrolable. Confiando al mismo tiempo en que, adelantándose a los acontecimientos, ninguna otra fuerza política y de clase sería capaz de tomar la dirección del movimiento, mientras que su dominio sobre las estructuras del poder político y militar de esos Estados permitiría conducir los procesos de transición hasta unos regímenes más estables, pero igualmente controlados por Washington. El ancla egipcia y la anomalía libia Valorando sus resultados, la apuesta, hasta ahora, les ha salido impecablemente redonda. Si Túnez marcó el camino y adelantó el guión al que debían ceñirse los procesos de cambio, es en Egipto, uno de los dos países clave del mundo árabe junto a Arabia Saudita, donde la transición hacia un régimen político más abierto y estable, pero firmemente sujeto al férreo dominio de Washington, avanza más rápidamente. Los resultados del referéndum del pasado domingo, donde una mayoría aplastante de egipcios votó a favor de una reforma constitucional que deja en manos de Suleimán –conocido como “el hombre de la CIA en El Cairo”– y de la cúpula militar la transición hacia el nuevo régimen, son elocuentes. Y por razones históricas, políticas, militares y demográficas, Egipto es el ancla del mundo árabe, actuando, por decirlo en una imagen, como un avanzado laboratorio político donde se ensayan y prueban los modelos que posteriormente se extenderán al resto de la región. De Egipto nació, bajo el carismático liderazgo de Nasser en los años 50, el movimiento patriótico, antihegemonista y pan-árabe que desde El Cairo se expandiría hacia Libia, el Yemen, Siria o Irak. De Egipto también nació en los años 70 y 80, con Sadat y sobre todo con Mubarak, la aceptación del estatus quo norteamericano para la región: reconocimiento del Estado de Israel y del derecho a su existencia mediante la firma de acuerdos de paz con él. Pero el movimiento por el cambio, es decir, el proyecto de Obama, al llegar a Libia empezó a encallar y encontrar más resistencias y dificultades de las previstas. La combinación entre la relativamente reducida base de fuerza política interna y apoyo de masas de la oposición –que logró hacerse fuerte en el este del país, pero no en la capital, como había ocurrido en Túnez y Egipto– y la brutalidad de la respuesta de Gadafi creo una nueva situación. La inicial correlación de fuerzas favorable en la región hacia el cambio impulsado por Obama, que durante los dos primeros meses se había propagado como la pólvora, estaba siendo puesta en cuestión por el régimen de Gadafi. El líder libio contuvo la revuelta a base de sembrar el terror y la violencia entre la población y arrinconó a la oposición en Bengasi. Cuyo inminente asalto por las fuerzas militares del régimen amenazaba no sólo con liquidar a la oposición libia, sino con congelar “la efervescencia social por el cambio” que los primeros pasos de Washington habían conseguido crear. Volver a alinear las piezas Era imprescindible revertir nuevamente la situación para poder seguir impulsando el proyecto que ha de dotar de estabilidad y seguridad a su dominio sobre Oriente Medio por otros 50 años más. Y puesto que la alternativa “a la egipcia” es inviable en Libia, debido a la red de fidelidades tribales, familiares y clientelares construida en torno a Gadafi, se hacía necesario un poderoso golpe discordante capaz de volver a alinear “correctamente” las piezas en el tablero regional. La forzada resolución de la ONU autorizando a establecer una zona de exclusión aérea sobre Libia ha sido ese “golpe discordante” que EEUU necesitaba para recuperar la iniciativa política. Al provocarlo, su objetivo no es en realidad Libia sino allanar el camino para un desarrollo aún más veloz, extenso y profundo de su proyecto. Lo que explica la celeridad de Washington en ceder la dirección de las operaciones militares a la OTAN, o incluso a Francia e Inglaterra. O la insistencia en recordar públicamente que, aunque desean que Gadafi se vaya, ni el objetivo de la resolución del Consejo de Seguridad es el derrocamiento del régimen de Gadafi, ni Libia representa un asunto de seguridad nacional o de interés vital para Washington. Y dado que su objetivo principal, volver a tomar la iniciativa y recomponer una correlación de fuerzas favorable en la región ha sido conseguido en apenas 72 horas, no tiene sentido seguir dedicando esfuerzos militares y económicos ni desgastar el capital político acumulado en el mundo árabe desde que empezaron las revueltas.El guirigay europeo Ahora los europeos pueden, si creen que tienen la capacidad, enfangarse en decidir si quieren o no acabar con Gadafi. El objetivo de EEUU es mucho más amplio y ambicioso que todo eso y su mirada parece dirigirse ahora hacia la desestabilización de Siria y la estabilización de Yemen, estos sí objetivos verdaderamente estratégicos para sus intereses. Para Obama, Gadafi sólo ha representado una molesta china que había que sacar lo más rápidamente posible del zapato para seguir avanzando a buen ritmo en la implantación de su proyecto regional. Si Europa quiere enfangarse en Libia, es asunto suyo. Ellos, mientras tanto, se dirigen implacablemente a reforzar su dominio exclusivo sobre Oriente Medio y sus puntos cualitativos. La renuncia de Washington al liderazgo de la coalición organizada contra Libia ha tenido como consecuencia inmediata que se desaten las múltiples contradicciones e intereses opuestos que dividen al resto de los aliados. Francia, dispuesta a llevar la voz cantante, ha visto la oportunidad de ampliar el radio de acción de su histórica influencia en el norte de África. Si la revuelta tunecina le pilló a contrapié –forzando incuso la dimisión de la ministra de Asuntos Exteriores, pillada in fraganti en oscuros cambalaches con el ex presidente Ben Alí– en Libia, por el contrario, ha tomado una delantera que no parece dispuesta a ceder. Basándose en su poderosa fuerza militar –que tiene, además, la ventaja de ser de fabricación estrictamente nacional, lo que le da en este terreno una independencia y un margen de maniobra autónoma muy superior a sus socios europeos– y en la extensa y activa red diplomática del Quai d’Orsay, Sarkozy ha reclamado el protagonismo político y militar de Francia con un doble objetivo. Por un lado, aparecer como jugador activo en el tablero regional y no quedar “fuera de juego” de los cambios geopolíticos impulsados por Obama en una región, el Norte de África, donde posee múltiples intereses de todo tipo. Por otro, si como insiste reiteradamente, Washington no posee un interés especial en Libia, su activa participación en la guerra y el reconocimiento de la oposición como gobierno legitimo de Libia pueden permitirle a París desplazar a Italia –antigua metrópoli colonial– de su condición de aliado europeo preferente de un país que suministra buena parte del petróleo y el gas que consume Europa. Una apuesta arriesgada la de Sarkozy, a la que sólo el tiempo dirá si su capacidad política y militar está en consonancia con su ambición. Pero que, en todo caso, ha desatado ya una auténtica “guerra fraticida” en el seno de la coalición. Una cosa es que Washington asuma el mando militar y el liderazgo político, algo que nadie osaría discutir, y otra bien distinta que Francia pretenda ocupar su papel. Las pretensiones francesas han levantado tal polvareda de suspicacias y conflictos, que de momento la OTAN ha quedado relegada a una posición marginal y secundaria, Italia amenaza con retirar las bases que ha puesto a disposición de la coalición al tiempo que se niega a abrir fuego contra las fuerzas armadas de Gadafi, Turquía y Alemania bloquean que la OTAN tome el relevo de Washington y países como Noruega, Luxemburgo o Polonia están a la expectativa de lo que ocurra, sin atreverse a participar de lleno en un avispero así.