Donald Trump ya ha aterrizado en la Casa Blanca. El planeta entero siente la conmoción en el cambio de cabeza del imperio. Y volvemos a escuchar el mismo perfil de Trump que tanto nos repitieron durante su primer mandato, enfatizando su carácter narcisista, impulsivo, grosero, reaccionario, racista, machista…
Al parecer -nos dicen- la superpotencia vuelve a estar en manos de un individuo veleidoso e imprevisible. Aunque esta vez el Zar está acompañado por un grupo de boyardos, los «tecnooligarcas» de Silicon Valley, capitaneados por el hombre más rico del mundo, Elon Musk.
Esta visión sesgada y miope no es inocente. Enfoca nuestra atención en personajes como Trump o Musk, escondiendo que el «trumpismo 2.0» no es el fruto de las extravagancias ultrareaccionarias de ningún individuo, por rico o poderoso que sea, sino de una clase social, de la clase dominante norteamericana, o al menos de la fracción hegemónica de esa oligarquía financiera y monopolista.
¿Qué sectores de las finanzas y de las grandes empresas monopolistas de EEUU respaldan a la línea política que representa el trumpismo? ¿Cuáles son los respaldos oligárquicos de Donald Trump?
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Una línea de dirección de la superpotencia
Antes incluso de pisar el Despacho Oval, Trump ya estaba desplegando una frenética iniciativa política para sepultar la ‘era Biden’ y poner los raíles de lo que pomposamente ha llamado «la edad de oro» de EEUU. Delante de 20.000 seguidores en un enorme estadio, el nuevo presidente firmaba cerca de 200 órdenes ejecutivas, que establecen los raíles de toda una línea de actuación política en el plano económico y comercial, social, militar, en política exterior e interior.
No son impulsos alocados de un autócrata, de un emperador al que nadie se atreve a decir que está desnudo o que es un insensato. Cada decisión de esta Casa Blanca, como de las anteriores, forma parte de una línea de dirección de la superpotencia norteamericana, respaldada, impulsada y al servicio de su clase dominante.
Una línea de dirección que trata de responder a una situación muy concreta para el hegemonismo estadounidense. Desde finales de la primera década de este siglo, la sùperpotencia está sumida en un cada vez más acusado ocaso imperial. Conserva un enorme poder -especialmente en el decisivo plano militar-, inalcanzable aún para cualquier otra potencia o grupo de potencias, y tiene las mejores cartas para jugar la partida de la supremacía mundial. Pero su capacidad para gobernar los asuntos globales se ve permanentemente mermada y cuestionada por la lucha conjunta de los países y pueblos del mundo, que conquistando nuevas cotas de soberanía y desarrollo, privan a EEUU de espacios de explotación, dominación y control.
El orden mundial, antaño unipolar con EEUU como indiscutible árbitro, se está desmoronando, naciendo en su lugar un orden multipolar donde un conjunto de potencias y naciones, con China a la cabeza, aspiran a ser tratadas como iguales.
La línea Trump es una respuesta a esta grave situación.
Como la línea de Biden o de Obama antes que él, el trumpismo y su «Make América Great Again» busca en última instancia preservar a toda costa la hegemonía norteamericana, y persigue un objetivo estratégico principal la contención mediante formas cada vez más agresivas del ascenso de China, el principal promotor del orden mundial multipolar, pero también de otras potencias emergentes.
Como sus antecesores, la línea Trump necesita incrementar el saqueo en los países de la órbita de dominio norteamericana -por ejemplo Europa, pero también Canadá-, recuperando del expolio a sus vasallos lo que pierden en otras áreas del planeta. Por ello impone una recategorización en los Estados considerados “vasallos” en base a su supeditación a los intereses y mandatos norteamericanos. Aquellos países de su campo de dominio que no se plieguen a sus exigencias económicas (compensar la balanza comercial) o militares (elevar el gasto de guerra al 5% del PIB) comenzarán a lamentarlo, por ejemplo con aranceles del 10%, del 20%… del 100% sobre sus exportaciones a EEUU.
Como la línea que defendió G.W.Bush, la línea Trump pretende hacer valer en primera instancia su abrumadora superioridad militar, fortaleciendo el poderío armamentístico del Pentágono y haciendo un uso desinhibido de la amenaza de la fuerza para defender la hegemonía estadounidense. Poniendo en un aún mayor peligro a la Paz Mundial, pero consiguiendo en cambio enormes beneficios para el poderoso complejo militar-industrial.
En el plano de la política económica, comercial y fiscal, el anterior gobierno de Trump promovió una amplia «desregulación» que multiplicó las ganancias de Wall Street y de importantes sectores monopolistas, y que defendió de forma contundente sus intereses económicos y comerciales frente a otras potencias y burguesías monopolistas, por ejemplo con múltiples conflictos arancelarios.
La de Trump es una línea de dirección de la superpotencia norteamericana, respaldada, impulsada y al servicio de su clase dominante.
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Los respaldos oligárquicos de Trump
Todo lo anterior conforman los perfiles de una política de clase, al servicio de la burguesía monopolista norteamericana y de sus intereses dentro y fuera de EEUU.
Frente a lo que tantas veces nos han dicho, Donald Trump no es ningún ‘outsider’, ningún advenedizo ajeno a la clase dominante que ha llegado al poder sólo por una combinación de desgraciadas casualidades.
Primero, el propio Donald Trump es rico, inmensamente rico. Forma parte de los grandes magnates del mundo inmobiliario neoyorquino. Toda su vida ha tenido una relación directa y fluída con los nódulos oligárquicos de Wall Street.
Pero por si esto no fuera suficiente, sólo hay que seguir la pista del dinero en sus tres campañas electorales -2016, 2020 y 2024- para ver entre sus «donantes” a importantísimos sectores de la banca, los grupos financieros y de las corporaciones monopolistas de EEUU. En 2020, la campaña de Trump estuvo generosamente financiada por casi 100 multimillonarios, el 9% de las personas más superricas de EEUU, que suman una riqueza de 210.000 millones de dólares, una cifra que supera el PIB de Grecia.
Entre ellos encontramos a figuras centrales de Wall Street: Stephen Schwarzman (CEO de Blackstone, uno de los principales bancos de EEUU y el mundo), a magnates de fondos de inversión como John Paulson y Charles B. Johnson (ex-jefe de Franklin Templeton Investments), a Jeffrey Sprecher, director ejecutivo de International Exchange y presidente de la Bolsa de Nueva York.
Y junto a buena parte de la banca -especialmente los fondos de inversión más feroces y agresivos de Wall Street-, ¿qué otros sectores de clase respaldan la línea Trump?
Por supuesto tenemos al grueso del complejo militar industrial, la mayor concentración de capital del planeta. La poderosa industria armamentística y los contratistas del Pentágono -Boeing, General Motors, Lockheed Martin, Northrop Grumman- saben que el republicano les va a hacer ganar una cantidad escandalosa de dinero.
También tenemos a acaudalados representantes de los grupos monopolistas de la construcción, las cadenas hoteleras, las inmobiliarias y los bienes raíces; la industria, la minería, la energía y las petroleras; las telecomunicaciones y sectores de la industria del entertainment: desde Fox News a emporios como la WWF.
Y por último, pero no menos importante, Trump ya había logrado sumar a su carro a una parte de Silicon Valley, la vanguardia de la industria tecnológica de EEUU (Tesla, Paypal, Oracle), algunos de cuyos CEOs alientan sin complejos a la ultraderecha (Elon Musk, Peter Thiel). Pero ahora ha logrado reclutar al otro sector -Mark Zuckerberg (Meta), Sundar Pichai (Google) y Jeff Bezos (Amazon), que después de hacer campaña por Kamala Harris se han sumado sin despeinarse a apoyar las políticas ultras de Trump.
Estos son, entre otros, los principales apoyos de la línea Trump. No es por tanto un individuo o grupo de autócratas. Es una clase, o una gran fracción de la clase dominante norteamericana, la que está sosteniendo y respaldando las agresivas y ultrareaccionarias políticas del republicano.
