Estamos contra la opresión, contra cualquier tipo de opresión. Y por eso queremos liberar toda expresión humana y toda relación social del peso de miles de años de moralidad e instituciones opresivas.
Luchamos por que las leyes reconozcan todos los derechos. Pero lo que queremos de verdad es derribar el muro de la ley no escrita que constriñe de tal forma nuestra carne. Combatimos la marginación, para que las diferentes identidades sexuales sean reconocidas. Pero no pararemos hasta acabar con una sociedad, una civilización y una cultura que niega y exige a cada ser humano negarse a sí mismo las ilimitadas identidades que posee.
Estamos contra la represión, contra la marginación, contra la desigualdad. Pero somos conscientes de que cualquier forma de opresión en lo material, lo ideológico o lo social está siempre, necesariamente, ligada a uno u otro tipo de explotación. Si existe opresión es por la necesidad que tienen los que se apropian del fruto del trabajo de los demás por mantener y perpetuar por la fuerza –material, ideológica y social– esa situación. Y si esto vale para cualquier tipo de opresión, se multiplica hasta el infinito con la opresión sexual. Existen poderosas razones para ello. La represión sobre todas las formas de expresión sexual distintas a la heterosexualidad y la sexualidad reproductiva es uno de los primeros pilares sobre el que se ha construido históricamente en la humanidad un sistema de relaciones sociales basado en la explotación del hombre por hombre. Para que la sociedad de clases pudiera desarrollarse fue necesario acabar con el matriarcado, un sistema social en el que la mujer era la clave de bóveda de las relaciones sociales y en el que las relaciones sexuales, en sus múltiples formas de expresión, constituía explícita y abiertamente uno de los vínculos más sólidos de cohesión social.
El mundo: el matriarcado
A lo largo de miles de años, las sociedades matriarcales, sin clases, igualitarias y esencialmen- te pacíficas se desarrollaron como la forma de organización social de la humanidad. Los grandes avances en el conocimiento de la naturaleza, de los mecanismos para su dominio (agricultura, ganadería…), los rudimentos de los conocimientos científicos y sus aplicaciones técnicas (la astronomía, la química, las matemáticas, la arquitectura…), las expresiones artísticas,… tuvieron durante largos siglos en las sociedades matriarcales mediterráneas su matriz generadora. Los fundamentos de lo que hoy conocemos como civilización se gestaron, entre el limo y la tierra, en esas sociedades donde la predominancia de la mujer en la organización social y la plena libertad sexual de cada uno de sus individuos eran leyes sagradas e inviolables.
Sin embargo, la misma potencialidad creadora que encerraban las sociedades matriarcales encerraban la semilla de su destrucción. El desarrollo de la sociedad en todos los órdenes, pero especialmente el desarrollo de las fuerzas productivas, con su creciente capacidad para generar riqueza por encima de las necesidades de consumo de la población, sentó las bases para desatar una lucha por apropiarse de los excedentes de la producción y los medios capaces de producirlos. Lucha que contenía ya en sí misma todos los gérmenes de antagonismo que encierra la lucha de clases, por la apropiación privada de los medios de producción. Mantener esas nuevas formas de propiedad emergente que – por la misma división natural del trabajo existente– estaban ligadas al hombre, exigía acabar con la forma de organización social propia del matriarcado. Mantener y reproducir la propiedad privada hacia necesario, en primera instancia,asegurar la descendencia por línea paterna del propio linaje. La organización gentilicia y el matrimonio por grupos propios del matriarcado impedía, materialmente, saber quien era el padre -concepto inexistente en estas sociedades– de nadie. Y para ello fue necesario instituir la monogamia obligatoria, con sus secuelas necesarias de la violación instituionalizada y el castigo de todas las actividades sexuales fuera de la familia monogámica. La sustitución de la antigua sociedad matriarcal por el patriarcado es la base material para el predominio social de la heterosexualidad, los miles de años de relaciones opre- sivas entre hombres y mujeres y la represión sobre las formas distintas de sexualidad. Y todo ello al servicio de la reproducción de las relaciones de propiedad.
El demonio: el monoteísmo
Sin embargo, aún tuvieron que transcurrir siglos para que dos instituciones tan fuertemente arraigadas en la sociedad como son la libertad sexual y el papel social central de la mujer pudieran ser definitivamente desplazadas. La sola fuerza material de las nuevas clases dominantes y su nuevo Estado –aunque hubieran impuesto otras formas de organización colectivano eran suficientes para acabar con la energía de unas costumbres y prácticas tan satisfacto- rias como liberadoras para cada individuo. Durante mucho tiempo, el patriarcado tuvo que coexistir y transigir con numerosas formas de expresión sexual distintas a la heterosexualidad y al margen de la familia monogámica. Hasta que vino en su auxilio el monoteísmo. En las sociedades paganas –y especialmente en las matriarcales– los distintos dioses eran representaciones de la omnipresente vida instintiva, por lo que –entre otras– los dioses tenían como misión velar por las distintas manifestaciones de la vida instintiva, la más importante de las cuales es, sin duda, la vida sexual. Por ello mismo, su existencia y la represión sobre las múltiples formas de expresión sexual eran, de alguna forma, incompatibles. Sin embargo, con la aparición del monoteísmo la nueva ley dictaba su sentencia terrible: cualquier otra forma de matrimonio distinta a la monogamia, cualquier otra manifestación sexual distinta a la heterosexualidad no sólo pasaba a ser perseguida en la tierra, sino que se convertía en la mayor de las afrentas contra el nuevo dios omnipresente y omnisciente. Frente a los dioses paganos, uno de cuyos grandes atributos era la fertilidad, la sexualidad en todas sus formas, el pansexualismo y su capacidad de generar vida y goce, ahora el signo distintivo del nuevo dios pasaba a ser definitivamente el atributo del poder masculino: la fuerza. La fuerza necesaria para imponer la ocultación, la represión, la castración del deseo. Sobre estas bases de opresión se han construido los 2.000 últimos años de historia de la humanidad.
La carne: el misterio de la espiga
Castración del deseo, represión de la sexualidad y ocultación de la identidad son poderosas herramientas de opresión e infelicidad. La ley no escrita de Abraham y de Moisés se alza como un muro infranqueable ante el que se estrellan los deseos más profundos, los anhelos más íntimos. El cuerpo convertido de objeto de deseo en sujeto de culpa. El cuerpo no puede ser libre, porque envuelve a una mercancía demasiado valiosa: la fuerza de trabajo comprada en el mercado por los comerciantes de perfumes que maniatan a las rosas. El cuerpo no puede ser libre porque su libertad haría estremecer las relaciones del orden social patriarcal en el que se apoyan quienes se arrogan el derecho de propiedad sobre la mujer, sobre la familia, sobre los hijos, sobre la humanidad, sobre la tierra. El cuerpo no puede disfrutar de una sexualidad libre, porque entonces toda su descomunal fuerza liberadora chocaría en frontal oposición a la concepción del mundo, a los valores dominantes impuestos por la civilización judeo-cristiana, lanzándose con furia ciega contra todo lo que ésta tiene de ocultación, negación y represión del deseo.
Pero ni toda la fuerza del viejo mundo puede impedir la rebeldía constante, la lucha encarnizada, feroz, implacable entre la fuerza del deseo y los tabúes, las leyes y las costumbres que se oponen fieramente a su realización. Y no sólo no puede impedirla, sino que, más allá todavía, en esta batalla el muro de la ley está condenado irremediablemente a sucumbir y ser desbordado por el irresistible poder de la sangre y de la vida. Igual que lo están aquellos que se oponen a que se cumpla la voluntad de la Tierra, que da sus frutos para todos.