El cine enfrenta un nuevo episodio de una crisis encadenada. Al dominio de los grandes estudios, productoras y distribuidoras se une ahora la irrupción de nuevas plataformas como Netflix o HBO. Añadiendo una nueva vía de monopolización que mediatiza contenidos y formatos. Los nuevos canales han convertido la experiencia tradicional de ver el cine en una sala en un territorio en retroceso, y el éxito de las series influye en la propia narración de las películas.
Es un nuevo territorio que ofrece riesgos pero también oportunidades. Pero, más allá de los cambios, a una velocidad que deja descolgados a algunos, lo fundamental, aquello que acaba imponiéndose, sea cual sea el formato en que se ofrezca, es sí se tienen historias que contar, y si se sabe contarlas para atrapar al espectador.
Esta es una lección que frecuentemente se olvida, pero que los Goya 2020 han vuelto a poner encima de la mesa.
Si repasamos la lista de nominaciones, se nos ofrece un cine español en ebullición creativa, que ofrece al espectador una enorme variedad de matices, de contenidos, de formas… Donde junto a figuras ya consagradas como Almodóvar o Amenábar irrumpen nuevas generaciones. Que puede llenar las salas, alcanzar importantes éxitos en los más prestigiosos festivales internacionales, y también utilizar las nuevas plataformas para llegar hasta nuestras casas.
Sea cual sea la valoración sobre el reparto de premios de los Goya 2020, esta es una buena noticia para el cine español.
De Almodóvar a Amenábar
Con 17 y 16 candidaturas, “Dolor y gloria” y “Mientras dure la guerra” se colocan en los primeros puestos en la carrera de los Goya. Compiten Pedro Almodóvar y Alejandro Amenábar, los dos “buques insignia” y con mayor proyección internacional del cine español. Y lo hacen a través de dos propuestas muy diferentes.
Con “Dolor y gloria”, Almodóvar se desnuda, utilizándose a sí mismo como materia de ficción. Porque el personaje interpretado por Antonio Banderas es y no es Almodóvar. Recoge de la realidad vivida lo que interesa e inventa lo necesario para contar la verdad que se quiere ofrecer.
En la última película de Almodóvar no hay artificio. Tanto el dolor como la gloria se ofrecen desnudos, en su grandeza y en su miseria, como un todo en que ambos conviven.
A través de una narración donde se contraponen dos realidades aparentemente antagónicas. La del Madrid salvaje de los años ochenta, frenético y ávido de devorar una libertad recién estrenada. Y la de un pueblo de la España rural, en pleno franquismo, inmóvil, con el asfixiante peso de la iglesia.
Pero no es un dibujo esquemático. El Madrid libérrimo es también un campo de minas autodestructivo del que es necesario huir para salvarse. Y en ese pueblecito, en esa cueva encalada, hay también una verdad profunda, en el canto de las lavanderas en el río, en la madre totémica a la que siempre se ha de volver, en el primer deseo que irrumpe como un tsunami y que es la fuerza primigenia de todo.
“Dolor y gloria” no es una película fácil. No solo porque hurgue en temas incómodos, pocas veces trasladados a una pantalla, como el dolor y sus efectos, físicos y emocionales. Sino porque debe penetrar en una verdad que el propio protagonista cierra permanentemente, y que solo aflora en un bello final, donde cine y vida vuelven a juntarse.
Pero si “Dolor y gloria” funciona, y lo hace cautivando al espectador, es porque hay un elenco de actores en estado de gracia que saben sostenerse en el fino alambre sobre el que Almodóvar les hace transitar. Un Antonio Banderas que sabe crear un personaje siendo y no siendo Almodóvar. Una madre que se desdobla en una Penélope Cruz que vuelve a llenar la pantalla, y en una Julieta Serrano que da hondura y verdad.
En el otro extremo se sitúa “Mientras dure la guerra”. Del territorio íntimo en el que se mueve Almodóvar al convulso escenario político en que nos sitúa Amenábar. El de los primeros momentos de la Guerra Civil, buceando en la ambivalencia de Unamuno, desde su connivencia con el golpe al sonado enfrentamiento con Millán Astray en la Universidad de Salamanca.
Es discutible la lectura política que Amenábar nos ofrece de un momento histórico crucial. Donde desaparecen las fuerzas que de verdad impulsaron el 18 de julio y sostuvieron la posterior dictadura franquista, y tampoco aparecen quienes de verdad la enfrentaron, desde 1936 a 1975.
Pero “Mientras dure la guerra” ha conquistado las salas, con casi dos millones de espectadores y una recaudación que supera los 11 millones de euros. Y lo hace sostenido por un Karra Elejalde al que pocos habrían elegido para interpretar a Unamuno pero que lo encarna con una excepcional veracidad. Y alimentada por la capacidad de Amenábar, demostrada en todas sus películas, para contar historias a través de imágenes, la esencia de lo que es el cine.
Tras años sin hacerlo, Amenábar vuelve a rodar en castellano y en España. Esta es también una buena noticia.
Muchas miradas
Pero, junto a dos figuras ya consagradas como Almodóvar y Amenábar, se entrecruzan muchas miradas, que dan su riqueza a esta edición de los Goya.
Está “La trinchera infinita”, Concha de plata en San Sebastián, ofrecida por un trio de realizadores vascos (Aitor Arregi, José Mari Goenaga y Jon Garaño) que ya triunfaron con “Loreak y Handia”.
Que revisita la historia de los “topos”, aquellos que tras 1939 permanecieron encerrados huyendo de la feroz represión, que ya había dado títulos como el clásico “Mambrú se fue a la guerra” de Fernán Gómez o la más reciente “Los girasoles ciegos”.
Una historia que, según sus tres directores, pretende ofrecer “la experiencia de un encierro de 33 años centrada en el que está dentro, que siente que el mundo cambia fuera, a pocos metros de él, mientras que ese Higinio queda varado. Es un viaje psicológico”.
Pero donde también encontramos la arriesgada propuesta de Oliver Laxe con “Lo que arde”, que obtuvo el Premio del Jurado de Cannes en la sección Una cierta mirada.
La historia de un pirómano que, tras salir de la cárcel, regresa a la aldea gallega para cuidar a su madre sola. Una narración de una enorme belleza visual, definida por su director como “una película muy epidérmica”, en la que desde los paisajes hasta los mínimos detalles son presentados físicamente con enorme intensidad. Y que nos habla de esa Galicia profunda donde lo que arde no son solo los bosques sino también unas gentes relegadas y olvidadas.
Pero hay muchas más propuestas en estos Goya 2020. Está “Intemperie”, la última película de Benito Zambrano, la historia de la amistad entre un niño de “lumbre” que se rebela contra un siniestro capataz, y el pastor que lo acoge, interpretado por Luis Tosar. Un “western ibérico”, en palabras de su director, en el que como en todas sus películas los protagonistas huyen de la injusticia pero nunca se rinden ante un poder cruel y antiguo. Y que el propio Benito Zambrano nos definía así en una entrevista concedido a Foros 21: “Esta película es un viaje de la oscuridad a la luz. Un viaje de la zona más oscura, tenebrosa y sucia del ser humano a los valores más hermosos y luminosos del ser humano. Es una lucha entre el bien y el mal. Al final todas las películas y toda la literatura son eso. Es un viaje de crecimiento de un niño que se rebela y en ese camino encuentra una manera de entender la vida, y lo que es más importante una cura a sus heridas. Porque vivir es herirse y herir a los demás. Vivir no es algo inocuo y banal.”
Y que se completa con un cine de animación que en España demuestra una enorme energía creativa. Con “Klaus”, seleccionada para competir en los Oscars, o la exitosa “Buñuel en el laberinto de las tortugas”, basada en el cómic del dibujante Fermín Solis, que recrea el rodaje por parte de Luis Buñuel de “Las Hurdes. Tierra sin pan”.
Un año en el que el cine español, con 146 películas estrenadas, nos ofrece una cosecha de éxito.