El procés se ha convertido en el principal instrumento para que los centros de poder extranjeros puedan degradar la vida política nacional, un factor disruptivo que les permite intervenir en las contradicciones internas de España, maniobrando para conseguir sus objetivos. Esa tesis se ha confirmado de forma clamorosa estos últimos días tras todo lo ocurrido después de conocerse la sentencia del Supremo.
Si alguien seguía pensando que estas elecciones del 10N iban a ser una especie de «repetición con algunos ajustes» de las del 28A, seguramente ya ha desechado esa idea. Todo lo que ha ocurrido en Cataluña tras conocerse la sentencia ha conmocionado el tablero.
Lo que ha determinado esta repetición electoral no son los desacuerdos entre PSOE y Podemos para llegar a un acuerdo de investidura. Los centros de poder -el hegemonismo y la oligarquía- necesitan un gobierno a través del cual pueda seguir ejecutándose un proyecto de saqueo y degradación que lejos de haber sido culminado necesita ir más allá.
No estaban dispuestos a permitir un gobierno excesivamente progresista, y apostaron por forzar una nueva situación recurriendo a nuevas elecciones. Con el objetivo que de ellas surja un nuevo gobierno mucho más «centrado» y «moderado», y donde la influencia del viento popular sea la mínima posible.
Han estado tanteando incluso un gobierno de «gran coalición» fruto del entendimiento entre las dos grandes fuerzas del bipartidismo, PP y PSOE, con el concurso de Ciudadanos.
Lo ocurrido en Cataluña, ha tenido, según diferentes encuestas, varios efectos. Ha rebajado la expectativa de voto del PSOE, que aunque mayoritario, pierde ventaja ante un PP que recupera terreno a costa de devorar espacio a Ciudadanos. También la ultraderecha de Vox sale ganando en este escenario convulso. Y tanto Unidas Podemos como Más País rebajan sus expectativas.
Las piezas se alinean para un gobierno “moderado” y justificado por la emergencia independentista. El ariete del procés les ha sido, una vez más, extremadamente útil.