Recientemente se ha presentado, en el Museo Reina Sofía, el “Catálogo razonado de óleos de Maruja Mallo”, impulsado por el galerista Guillermo de Osma y publicado por la Fundación Azcona, que recoge la obra de la artista a través de 147 cuadros y 40 bocetos. El catálogo ha servido para rescatar, de la memoria colectiva, a una de las mujeres imprescindibles de la Generación del 27.
Maruja Mallo, o “Marúnica” como se denominaba, fue una mujer única, adelantada a su tiempo y libre, una pintora inclasificable que ocupa un lugar esencial en el arte español. Su obra está representada en Museos de todo el mundo, en España, en Europa, en América, de Norte a Sur. Su pintura va desde el surrealismo al folklorismo de los grandes muralistas mexicanos, otras veces es muy francesa y en ocasiones la sinopsis conceptual del dibujo la emparenta con la plástica de García Lorca. Una obra variada pero que siempre es siempre ella, directa, simple o compleja.
Mitad marisco, mitad ángel
La genuina Maruja Mallo consiguió, no solo la amistad, sino la admiración de los grandes de la época. Dalí la definió como “mitad marisco, mitad ángel”.
Y García Lorca dijo de ella: “Maruja Mallo, entre Verbena y Espantajo toda la belleza del mundo cabe dentro del ojo, sus cuadros son los que he visto pintados con más imaginación, emoción y sensualidad”.
“Entre Verbena y Espantajo toda la belleza del mundo cabe dentro del ojo”
Miguel Hernández le dedicó los poemas de “Imagen de tu huella”, incluidos en El rayo que no cesa. Y Rafael Alberti, con el que mantuvo una intensa relación amorosa, le dedicó los versos: “Tú, / tú que bajas a las cloacas donde las flores más flores son ya unos tristes salivazos sin sueños / y mueres por las alcantarillas que desembocan a las verbenas”.
De Galicia al mundo
Nació en la ciudad lucense de Viveiro, con el nombre María Gómez González. Siendo aún muy joven se trasladó a Madrid para desarrollar su carrera artística. Más tarde viajaría a París, para presentar su obra. Y acabaría exiliada en Buenos Aires hasta los años 60, cuando regresó a Madrid convertida en un mito.
Inició en España el revolucionario movimiento de los “sinsombrero” y se mostró comprometida con los ideales de la República. Se rumorea que su plan favorito era ir a merendar a Galerías Preciados. Y se sabe que le vendió una pintura a André Breton en un viaje a París.
De ella se dice que le gustaba hablar durante horas por teléfono, que pintó, pensó y vivió diferente y contra la intolerancia, y que fue ella, Maruja Mallo, como dice la historiadora del arte Estrella de Diego, su mejor creación.
Religión del trabajo
Aunque la personalidad de Mallo fuera explosiva, sus lienzos se caracterizan por una metodología rigurosa y casi matemática, teñidos de la sensibilidad necesaria para capturar la armonía de la naturaleza y del ser humano.
Deseaba que su pintura estuviera “en manos del pueblo español”
Hay multitud de etapas en el trabajo de la artista. Antes de la guerra, llama la atención una primera etapa diferenciada por su exultante colorido, donde se encuadra La verbena (1927), en la que se evocan motivos iconográficos como muñecos y maniquíes. Sin embargo, en las creaciones de la década de los treinta la característica más notable es el empleo de tonos sombríos y apagados. El emblema de esta etapa es Tierra y excrementos (1932), una obra sorprendente por su inquietante temática y por su evocación de la materialidad de la tierra. Estas características aproximan a su autora al surrealismo telúrico, practicado por los artistas de la Escuela de Vallecas. Merece una mención especial el Canto de las espigas (1939), reconocida por la artista como una de sus obras más representativas. En repetidas ocasiones Maruja Mallo afirmó que deseaba que la pintura estuviera finalmente “en manos del pueblo español”. La artista pintó este cuadro desde Argentina, tras su exilio forzoso como consecuencia de la Guerra Civil. Canto de las espigas forma parte de la serie dedicada a los trabajos del campo y del mar, conjunto bautizado posteriormente por la pintora como la “Religión del trabajo”. Esta serie de lienzos comienza con el enigmático óleo Sorpresa del trigo (1936) y está integrada por siete pinturas de diferentes tamaños, la mayoría de ellas de grandes formatos. Cinco de estas creaciones están dedicadas al mar, y de las dos restantes, inspiradas en los trabajos de la tierra, Canto de las espigas es sin duda la composición más espectacular, tanto por su tamaño y su apaisado formato como por la resolución formal de su contenido.