Lula da Silva, la histórica figura de la izquierda brasileña, ha ganado las elecciones y será presidente (por tercera vez) de la principal potencia económica y demográfica de toda América Latina.
El candidato del Partido de los Trabajadores -y de una coalición de frente amplio donde está desde la extrema izquierda del PSOL al centro derecha moderado del socialdemócrata Geraldo Alckmin, que será vicepresidente- ha conseguido 60,3 millones de votos. Es un triunfo sin precedentes. Nadie, ningún candidato, nunca, había concentrado esa cantidad de sufragios en toda la historia de Brasil.
Lula, con el 50,9% de votos, ha ganado por un estrecho margen a su oponente, el ultraderechista Jair Bolsonaro (49,1%). También es el resultado más ajustado de la historia de la democracia brasileña. El actual presidente ha logrado exprimir al máximo su capacidad de movilización, con 58,2 millones de votos, sumando más de 400.000 votos a los que le dieron la victoria en 2018. Pero la campaña de Lula ha prevalecido, consiguiendo sumar más de 13 millones de votos a los que obtuvo el petista Fernando Haddad en las anteriores generales.
Cientos de miles de seguidores de Lula llenaban las calles de la Avenida Paulista en Rio de Janeiro, festejando un triunfo electoral que deja un aroma de júbilo y alivio a partes iguales. Esta victoria en las urnas supone el fin de siete años de gobiernos neoliberales y ultrareaccionarios, que -de Temer a Bolsonaro- han supuesto feroces ataques a las condiciones de vida y de trabajo de amplias capas de la población. En 2015, en la última etapa de los gobiernos del PT, Brasil logró salir del Mapa del Hambre de la ONU. Tras estos desastrosos siete años de Temer y Bolsonaro, más de 15 millones de brasileños pasan hambre -pasan un día o dos sin comer- y hasta 61 millones tienen algún tipo de inseguridad alimentaria, es decir, no saben cuándo podrán comer. Revertir esta dramática situación social, agravada por los estragos de la pandemia, será la primera prioridad del nuevo gobierno.
Pero además, este triunfo de la coalición progresista aleja el riesgo de una involución autoritaria y antidemocrática en Brasil. Desde su llegada a Planalto, el ultraderechista Jair Bolsonaro ha alimentado -al más puro estilo trumpista- el discurso del odio, del clasismo y el racismo, incitando a sus seguidores a la violencia. El resultado ha sido la campaña electoral más bronca y violenta que se recuerda, con asesinatos de cuadros, militantes o simpatizantes de la izquierda a manos de bolsonaristas. La semana anterior a la segunda vuelta, el exdiputado bolsonarista Roberto Jefferson recibió con disparos y hasta con lanzamiento de granadas a la policía cuando o iban a detener a su casa por orden del Supremo Tribunal Federal. Y a pocas horas de la cita con las urnas, la diputada bolsonarista Carla Zambelli perseguía por las calles de Sao Paulo, a punta de pistola, a un seguidor de Lula.
Es un triunfo sin precedentes. Nadie, ningún candidato, nunca, había concentrado esa cantidad de sufragios en toda la historia de Brasil.
En plena jornada electoral, la Policía Federal de Carreteras desarrolló una operación en numerosas carreteras del país, deteniendo autobuses que llevaban personas a votar. Al menos 514 autobuses fueron detenidos, obligando a sus pasajeros a bajar de los vehículos a punta de fusil. La mayor parte de los registros se desarrollaron en el nordeste del país, en los Estados que constituyen el feudo electoral de Lula. El Partido de los Trabajadores ha pedido el arresto del director de la Policía Federal de Carreteras por esta obstrucción intimidatoria y antidemocrática en el curso de una jornada electoral.
En la segunda vuelta -centrada en palabras de Lula, en una «batalla entre fascismo y democracia»- la coalición progresista que ha resultado ganadora ha conseguido el apoyo de sus rivales en la primera vuelta, y de candidatos nada sospechosos de simpatías hacia el PT: Simone Tebet, de centroderecha, que quedó tercera, y de Ciro Gomes, de centroizquierda, que quedó cuarto.
La victoria de Lula ha sido posible en buena medida gracias la movilización de sus «feudos electorales» -los Estados del noroeste: Bahía, Maranhao, Piaui, Ceara, Pernambuco…- pero también gracias a su victoria en Minas Gerais, Tocatins, Pará y Amazonas. Y sobre todo gracias a la movilización de las clases populares más trabajadores y empobrecidas, a las clases medias, los intelectuales, los indígenas, jornaleros, los sindicatos y Sin Tierra, los movimientos sociales de afrodescendientes, feministas, LGTBI…
Gracias a todos ellos, esta contundente victoria -en dura pugna no sólo con el bolsonarismo, sino con los tenebrosos poderes oligárquicos e imperialistas que han sostenido estos siete años de gobiernos antipopulares- ha sido posible, emproando de nuevo a Brasil en un rumbo de progreso, democracia y mayor bienestar social.
.
Bolsonaro no reconoce su derrota
Los peligros de un ‘ultra’ trumpista… que seguirá gobernando dos meses Brasil
“Esta es la victoria más consagrada de todas porque es la vuelta de la democracia”, dijo Lula da Silva ante cientos de miles de seguidores en la Avenida Paulista. «Pero ahora tengo que saber si el presidente derrotado va a permitir que se haga una transición”, añadió, en referencia a un Bolsonaro que durante toda la campaña ha sembrado dudas sobre el proceso electoral, y que ha sugerido que no reconocería una derrota. “Cualquier otro presidente en otro país habría llamado para felicitar”.
Al cierre de esta edición, Bolsonaro aún no ha reconocido la victoria electoral de Lula.
“Hay tres alternativas para mí: la cárcel, la muerte o la victoria. Díganles a esos bastardos que nunca seré apresado”, dijo en un mitin durante la campaña electoral Jair Bolsonaro. Y lo cierto es que tras dejar de ser presidente, el ultraderechista y su entorno familiar se enfrentan a más que posibles problemas con la justicia por múltiples y turbios asuntos: malversación de fondos públicos, blanqueo de dinero, o su relación con grupos paramilitares. «La familia Bolsonaro tiene miedo a las consecuencias de las investigaciones judiciales que le vienen encima», afirma Lucio Remuzat, de la Universidad Nacional de Brasil, en Brasilia.
Mientras Bolsonaro esté en el Palacio de Planalto, los peligros y las amenazas, no sólo contra Lula y sus seguidores, sino contra la misma democracia brasileña, persistirán.
El actual presidente se mantiene hasta enero en su puesto, y puede estar tentado de optar por una estrategia similar a que tomó Trump y que condujo a la toma del Capitolio por miles de sus seguidores, o cuanto menos ejerciendo una oposición virulenta y posiblemente violenta, para poder enturbiar u obstaculizar todo lo posible la transición de poderes.
Hay razones a favor y en contra para pensar que el ultraderechista pueda llegar tan lejos. Por un lado, Bolsonaro no sólo cuenta con 58 millones de votantes -buena parte de los cuales totalmente receptivos a su demagógica propaganda de «fraude electoral»- sino de sólidos tentáculos entre la policía, la policía militar y el Ejército, de donde él mismo procede. En sus cuatro años de mandato, Bolsonaro ha colocado a miles de militares «de su cuerda» a dirigir distintas ramas de la administración.
En contra tiene sobre todo a un factor: la -a priori- falta de apoyos internacionales a una maniobra «golpista» al estilo del Capitolio. Otro gallo cantaría si Trump estuviera en la Casa Blanca, pero no parece plausible que -aunque Lula no sea del agrado de los intereses del hegemonismo norteamericano- la línea representada por Joe Biden pueda avalar, o siquiera ponerse de perfil, ante una asonada del «Trump tropical», y menos aún en pleno proceso electoral (las ‘midterms’) en EEUU.
Pero los peligros y las tentaciones antidemocráticas son grandes para un ultra que no reconoce el resultado. Mientras Bolsonaro esté en el Palacio de Planalto, los peligros y las amenazas, no sólo contra Lula y sus seguidores, sino contra la misma democracia brasileña, persistirán. Habrá que estar alerta.