Hoy el mundo se estremece ante el terror fundamentalista de los talibanes, defensores de la rama más extremista y reaccionaria del islamismo sunnita, el salafismo. Pero pocos saben que este tenebroso movimiento fue alentado y potenciado por Estados Unidos en su lucha contra la otra superpotencia, la URSS.
Para la mitad de la población afgana, las mujeres, el régimen talibán es mucho peor que mil burkas, porque la opresión va mucho más allá que esa asfixiante y claustrofóbica vestimenta. Alcanza hasta los rincones más recónditos de la vida diaria. Bajo el talibán y su sharía, las mujeres no pueden no ya trabajar, ir al colegio o estudiar, sino siquiera salir a la calle sin la compañía de un hombre. No pueden reír en público, ni canturrear, ni aplaudir, ni tan solo hacer ruido al caminar. La mera presencia femenina debe ser silenciosa e invisible so pena del más severo castigo.
Ante la pregunta de qué rincón del infierno han salido este grupo de verdugos medievales y su ultra restrictiva lectura del Corán, muchos buscarán en la profundidad de las montañas de Afganistán. Pero lo cierto es que, aunque de allí proceden, nunca habrían llegado tan lejos sin la lluvia de miles de millones de dólares que les llegó desde el otro lado del planeta.
En las últimas dos décadas, los talibanes han combatido a las tropas norteamericanas. Pero como suele ocurrir -también esa es la historia de dictadores como Saddam Hussein- se hicieron poderosos comiendo de la mano de la superpotencia yanqui.
Los talibanes (en pastún, «estudiantes») son la más tenebrosa de las facciones de los muyahidines afganos, un conjunto muy diverso de grupos guerrilleros que lucharon, primero contra la República de Daud en la década de los 70, y luego contra el gobierno prosoviético y las tropas de ocupación rusas en los 80.
No aparecieron porque sí. Desde antes de la invasión soviética -diciembre de 1979- Washington ya había comenzado a financiar a los muyahidines afganos. Durante las presidencias de Carter y sobre todo con la de Reagan, EEUU invirtió aproximadamente 40.000 millones de dólares en instruir y armar hasta los dientes, durante dos décadas, a las diversas facciones afganas, entre ellas a las antecesoras de los talibanes.
Este hecho, la ayuda norteamericana a los guerrilleros afganos, no era ningún secreto. Tanto que aparece ensalzado en conocidas películas de los 80 como Rambo III. Lo que Hollywood nunca nos contó es que el dinero de la CIA no solo se gastaba en recompensas cuyo valor ascendía según la pieza (30.000 dólares por derribar un avión soviético, o 250$ por matar a un soldado), sino también en aplicar la sharía: 750$ por asesinar a maestros de escuela o 10.000$ por matar a una mujer que no llevase burka.
Gracias a la intervención norteamericana, los muyahidines afganos recibieron refuerzos extranjeros: hasta 35.000 yihadistas internacionales reclutados y entrenados por la CIA combatieron en Afganistán contra los soviéticos. El más famoso fue Osama bin Laden, de origen saudí, quien creó en esos años su red Al Qaeda como una coordinadora de inteligencia al servicio de los muyahidines.
Esta lluvia de millones de dólares resultó, para Washington, más que bien invertida, y produjo el efecto deseado. La URSS, la superpotencia más agresiva y a la ofensiva en los 80, se encontró en las cordilleras y en los valles afganos su particular Vietnam, sufriendo una derrota tras otra hasta tener que retirarse del país tras el colapso soviético.
Entonces las diversas facciones de los muyahidines continuaron luchando entre sí, y de ellas, los sectores más reaccionarios se agruparon autodenominándose «talibanes». Llegaron a controlar el 90% del territorio, incluida la capital, Kabul, instaurando su negro reinado del terror.
Pero contra ellos se levantó otra coalición de diversas facciones muyahidines y grupos políticos y étnicos, conocida como la Alianza del Norte. Uno de sus más aclamados líderes Ahmad Shah Masud, héroe de las guerrillas antisoviéticas, y conocido mundialmente como «Shir-e Panjshir», es decir, «el León de Panjshir». Masud era -además de enemigo jurado de los talibanes y defensor de una visión del islamismo mucho más democrática y tolerante hacia los derechos de las mujeres- contrario a la intervención de ninguna potencia extranjera en Afganistán, incluida la norteamericana.
Curiosamente, el león de Panjshir fue asesinado en septiembre de 2001, sólo dos días antes del atentado de Bin Laden contra las torres gemelas del 11S, por un agente marroquí que se hizo pasar por periodista. Muchos han dicho que su asesino era de Al Qaeda… pero otros han señalado la mano de la inteligencia norteamericana detrás del magnicidio.
Un posible -e incómodo- oponente de la inmediatamente posterior invasión norteamericana quedaba así eliminado de la ecuación. ¿Casualidad?