Inmediatamente después de que el Defensor del Pueblo catalán se pronunciase, en el mismo sentido que la Junta Electoral Central, algunas Consejerías empezaron a retirar los símbolos independentistas. Por ejemplo, la de Agricultura, dirigida por ERC, descolgó los lazos y las caras de los dirigentes presos, pero las sustituyó por dibujos de flores y animales de granja pintados de amarillo.
Lo que Torra pretendía presentar como un valiente “acto de desobediencia” ha acabado convertido poco menos que en un sainete. Los lazos amarillos fueron sustituidos por lazos blancos, conservando también las pancartas que exigían “libertad para los presos políticos”. La reiteración de la exigencia por parte de la Junta Electoral Central ha acabado por obligar a Torra a retirar cualquier referencia independentista de las fachadas o el interior de los edificios públicos dependientes de la Generalitat.
La pretendida “desobediencia” de Torra ha quedado… en nada. Y se ha puesto de manifiesto el rechazo de buena parte de la sociedad catalana frente a quienes, como Puigdemont y Torra, pretenden mantener, utilizando para ello cualquier ocasión, un artificial clima de enfrentamiento del que recoger beneficios políticos.
Cuando alguien cuelga de su solapa, o del balcón de su casa, un lazo amarillo, está ejerciendo su derecho a la libertad de expresión, que nadie ha cuestionado. Pero cuando esos lazos amarillos se cuelgan de los edificios públicos por parte de las autoridades, o se llenan las plazas y las playas de ellos, la cuestión adquiere un carácter muy diferente. Se trata de un acto antidemocrático de intimidación dirigido contra quienes rechazan la independencia, que en Cataluña, cabe recordarlo, son una mayoría.
Como nuevos cruzados armados con la cruz y el lazo, los llamados CDR y grupos independentistas han convertido en habitual la ocupación del espacio público -ese que debe ser de todos, independientemente de las ideas de cada uno, y que las autoridades debieran proteger de cualquier uso privado partidista- con total impunidad ante no solo la complacencia, sino el aliento y complicidad de ayuntamientos con alcaldes soberanistas y de la Generalitat.
No estamos ante un problema de “libertad de expresión”, sino ante la ocupación del espacio público para imponer a la mayoría social no independentista la presencia, sí o sí, de los símbolos de una parte, cruces amarillas y lazos del mismo color.
Miles de cruces y lazos que fomentan la división y el enfrentamiento entre los vecinos, ocupando grandes zonas de playas, plazas céntricas o cruzando calles de parte a parte… que son tolerados y protegidos por los ayuntamientos, los mismos ayuntamientos que en sus ordenanzas municipales imponen multas graves o muy graves a quienes “ocupen ilegalmente el espacio público”.
En pleno siglo XXI, cuando se está tratando de sacar a Franco del Valle de los Caídos y clausurar esa gran cruz como símbolo franquista impuesto a todos los españoles, vivimos otra muestra de totalitarismo con acciones que tratan de imponer por las bravas, con la complicidad del poder independentista, la cruz y el lazo amarillos a quienes no comulgan con ellos.
Una versión de “la calle es mía” que proclamó Fraga, el famoso ministro de la Gobernación franquista, que los nuevos cruzados independentistas proclaman con su “la playa es mía”, “la plaza es mía”, frente a quienes se sienten agredidos por esa simbología esotérica en calles, plazas y playas.
Con el indisimulado objetivo de amedrentar a los catalanes que no están dispuestos a respaldar sus proclamas independentistas.