Desde junio de 2020 y en términos de víctimas mortales, Brasil es el segundo país del mundo más afectado por la Covid-19, sólo por detrás de EEUU. Pero el país vive ahora una segunda oleada que alcanza dimensiones trágicas en la ciudad amazónica de Manaos, donde han muerto más personas a causa del coronavirus que en todo 2020. Los hospitales, colapsados, se quedan sin oxígeno ante la inacción y negligencia de un gobierno Bolsonaro al que algunos estudios e instituciones brasileñas ya acusan de intencional, acusándolo de liderar una “estrategia institucional de propagación del virus”.
La ciudad brasileña de Manaos (2,2 millones de habitantes), en el corazón de la Amazonia vive una situación límite. El brutal aumento de casos ha colapsado los hospitales, que deben elegir qué pacientes reciben oxígeno para sobrevivir, porque no hay suministros para todos. Cientos o miles de personas hacen cola frente a los centros sanitarios y mueren allí mismo de insuficiencia respiratoria. Los que pueden, compran a precio de oro una bombona de oxígeno en el mercado negro, para atender a sus familiares en casa, para que puedan vivir unas horas más.
Manaos es el caso más trágico y extremo de la criminal gestión de la pandemia en Brasil -220.000 muertes y 8,8 millones de infectados, casi un millón de ellos en activo- por parte del gobierno ultraderechista de Jair Bolsonaro. Ya no es simple negligencia, inacción o negacionismo de la enorme gravedad de la pandemia. Un estudio académico lo acusa de liderar “una estrategia institucional de propagación del virus”.
Lo ha elaborado el Centro de Investigaciones y Estudios de Derecho Sanitario de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de São Paulo (USP) y Conectas Derechos Humanos, una de las más respetadas organizaciones de justicia de Latinoamérica, recopilando todas las directivas, vetos y normas federales emitidas por Bolsonaro a lo largo de los últimos meses, que han actuado -como si un virus del SIDA se tratara- de factor inmunosupresor o incluso de vector de propagación del SARS-CoV-2. Afirman que “nuestro estudio ha revelado la existencia de una estrategia institucional de propagación del virus, promovida por el Gobierno brasileño liderado por el presidente de la República”.
Casi desde el primer momento, las declaraciones de Bolsonaro fueron siempre en el mismo sentido. La pandemia era una “gripecinha”, y los que alertaban de su gravedad eran unos alarmistas. Cuando se hizo evidente el peligro, actuó para proteger la economía -es decir, los intereses del gran capital- por encima de la salud de los brasileños. Pero cuando gobernadores, alcaldes o autoridades sanitarias locales han tomado medidas sanitarias para contener la expansión del virus, Bolsonaro ha actuado directa y deliberadamente a la contra.
El informe detalla la batería de decretos que Bolsonaro ha emitido para boicotear las medidas que han ido tomando los Estados y las Alcaldías para prevenir la propagación de la covid-19 o las ayudas sociales a los sectores afectados. Vetó las ayudas para que los taxistas y transportistas, pescadores, camareros, repartidores, peluqueros, profesores… pudieran aislarse y protegerse del virus. Ha incitado a los empresarios a luchar contra el confinamiento decretado por alcaldes y gobernadores. Ha llamado a sus seguidores a irrumpir en los hospitales y a filmar, para demostrar que la pandemia era una exageración.
Bolsonaro ha vetado la obligatoriedad de llevar mascarillas en establecimientos comerciales e industriales, templos religiosos, escuelas y otros lugares cerrados, o la obligación de los comercios de tener dispositivos de gel hidroalcohólico en su entrada. Ha vetado hasta la obligación de fijar carteles informativos sobre el uso correcto de la mascarilla. El Consejo Nacional de Salud ha denunciado el boicot de Bolsonaro a algunos Estados: casi 1.500 millones de dólares en material básico -EPIs, respiradores o camas- han dejado de llegar.
Bolsonaro se ha cebado con las comunidades indígenas durante la pandemia, privándolas de agua potable, material de higiene y limpieza, camas de hospital y UCI, ventiladores y máquinas de oxigenación sanguínea, y hasta de material informativo sobre la covid-19. Ha vetado la obligación del Gobierno federal de distribuir alimentos a los pueblos indígenas durante la pandemia en forma de cestas básicas, semillas y herramientas. Un grado de crueldad institucional que ha llevado al magistrado del Tribunal Supremo Gilmar Mendes a hablar de «genocidio».
Y por si todo esto fuera poco, el ultraderechista no ha reparado en esfuerzos en atacar a las vacunas, en especial contra la Coronavac, desarrollada por el instituto público brasileño Butantan en colaboración con la farmacéutica china Sinovac. Pero también ha desdeñado ofertas de Pfizer o hasta la donación de al menos 20.000 kits de pruebas PCR para detectar la covid-19 de LG International, dos meses después de la oferta. Y trata de boicotear todas las campañas de vacunación de Estados y grandes capitales. «Nadie puede obligar a nadie a vacunarse», ha dicho. Y también que «no he visto a ningún país en el mundo que haya afrontado este asunto mejor que nuestro gobierno».
La gestión criminal del ultraderechista en la pandemia está desencadenando un doble movimiento que puede acabar con sus días al frente de Brasil. Por un lado, su popularidad está cayendo tanto como aumenta el apoyo a un impeachment, que ya ronda el 54%. El hartazgo contra Bolsonaro no llega ya sólo de la izquierda, sino de amplios sectores de las clases medias y de votantes de centro y derecha. Por otra parte su mentor internacional, Donald Trump, ya está fuera de la Casa Blanca, y no parece que el nuevo inquilino vaya a tener mucha simpatía por el ultra. Importantes nódulos de la clase dominante brasileña ya están maniobrando para desalojar a Bolsonaro de Planalto e instalar a un nuevo presidente más acorde con los nuevos vientos que soplan del norte