“En España lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva.”
Antonio Machado
Es abril de 2020. Desde hace pocas semanas la gente vive confinada en su casa, saliendo sólo para abastecerse de alimentos y productos básicos. En los hospitales, un mal equipado ejército de sanitarios salva todas las vidas que puede, protegiéndose con bolsas de basura ante la falta de trajes de protección.
En Cádiz, Margarita, una señora de más de 80 años, coge su máquina de coser. Le tiemblan las manos y no ve muy bien, pero sabe lo que tiene que hacer. Cose. Cose todo el día. Cincuenta mascarillas, en su casa. «Alguien le propuso venderlas, pero ella dijo que no, que era una necesidad y que ella estaba para ayudar», dice su nieta Arantxa. Sus vecinas, y luego otras muchas, la imitan y pronto, miles de mascarillas caseras, hechas de tela, forradas de amor y buena voluntad, llegan a los hospitales.
En Castelldefels, Barcelona, Xavier, un emprendedor treintañero, mira inquieto la televisión. Se da cuenta de que él puede usar su impresora 3D para fabricar muchas cosas que los sanitarios necesitan, y de las que carecen, como viseras de protección o boquillas para los respiradores. Se pone manos a la obra y hace un llamamiento a los que, como él, tienen una maquinita 3D. Unos días más tarde, miles de utensilios de los «Coronamakers», hechos de plástico, inteligencia y altruismo, llegan a los hospitales.
En Madrid, José María, un taxista de Alcorcón de 50 años, se dirige a la puerta del hospital Ramón y Cajal. Le han llamado avisándole de que una persona necesitaba ser trasladada. José María piensa hacerlo, como la otra docena de veces, sin cobrar ni un euro, simplemente por el afán de ayudar con su taxi a la gente en una situación tan grave. Al cruzar la puerta del centro, le espera un numeroso grupo de médicos y enfermeras. Le esperan para aplaudirle, para aplaudirle a él, para agradecerle su ayuda. Han reunido un sobre con dinero y le han escrito una dedicatoria. José María, que no deja de llorar, sólo puede decirles que son ellos a los que hay que dar las gracias.
En la puerta de aquel hospital aplaudieron a Jose María, y si hubieran podido habrían abrazado a Margarita, a Xavier, y a tanta y tanta gente que puso su buen hacer, fuera grande o pequeño, al servicio de los demás.
Aquellos días toda España aplaudimos, mucho y sinceramente, a las ocho y en nuestros balcones, a los que nos estaban cuidando. A los sanitarios, a los conductores de ambulancias, a los bomberos y policías. También a los transportistas, a los reponedores, a las cajeras de supermercado.
Aquellos días, como tantas otras veces, mucha gente anónima, o casi, se convirtió en Grande de España. Aquellos dias, como tantas otras veces, los trabajadores y la gente del pueblo salvó a España sin nombrarla siquiera.
Pero mientras nos aplaudíamos, un pequeño grupo, una plutocracia de grandes empresarios y comisionistas, miraban la pandemia con ojos de cocodrilo, con la mirada ávida del experto en convertir las miserias ajenas en una suculenta oportunidad de negocio. Entre ellos había -ahora lo sabemos- hermanos de presidentas de comunidades autónomas y primos del alcalde de la capital de España. Gente que en sus discursos tiene que pronunciar la palabra «España» cada pocos minutos, no vaya a ser que alguien piense que ellos son más de Andorra, de Suiza o Panamá.
Y entre esa cleptocracia también hemos hallado a Don Luis de Medina y Abascal, aristócrata, rico, alto, guapo, elegante, el soltero de oro de la jet-set madrileña, con sus posados perfectos en la prensa rosa. Luis es el hijo de Nati Abascal y de Don Rafael de Medina y Fernández de Córdoba, XIX duque de Feria (por cierto, en prisión desde 1993 por corrupción de menores y tráfico de drogas), y nieto de Victoria Eugenia Fernández de Córdoba, XVIII duquesa de Medinacelli. Cualquiera de los dos títulos, con su interminable hilera de apellidos, con su corte de conjunciones y guiones, lleva aparejada la «Grandeza de España», a pesar de que estén construidos sobre siglos de opresión terrateniente, o sobre largas décadas de complicidad y contubernio con el ultracorrupto régimen franquista.
Como sus aristocráticos ancestros, Luis de Medina tampoco dejaba de gritar «España» a modo de jaculatoria. Ni él ni su hermano mayor, Rafael, portador del título de Feria. Justo en los días en los que este Grande de España se metía en sus bolsillos de satén un millón de euros por material sanitario de cuestionable calidad, el señorito escribía en su Instagram: «Javier Bardem, Penélope Cruz, Pedro Almodóvar y cía: con lo que os gustaba salir a la calle y dar la nota en los Goya con lo del No a la Guerra, ahora ni se os ve. Ni existen donaciones ni abrís el piquito de oro que tanto usabais mientras gobernaban Aznar y Rajoy. Ahora que afrontamos la mayor crisis humanitaria de nuestro país, estaréis cómodos con los socialistas, comunistas, chavistas, bilduetarras e independentistas catalanes gobernando. Sois unos cracks. Gracias. Venceremos al virus. Arriba España»
Hay gente de corazón grande que hace grande a este país, y señoritos que invocan a la patria para venderla por una comisión. Las palabras de Machado sobre las dos Españas, tan feroces como sabias, siguen cumpliéndose con precisión casi un siglo después.