La justicia belga acaba de lanzar una nueva “maroma” a Puigdemont. El ex-president fue detenido en Alemania gracias, en parte, a que fue localizado a través de un dispositivo, conocido como “baliza, habitualmente usado por policías y servicios de inteligencia, colocado en su vehículo. Los abogados de Puigdemont denunciaron el caso, pero un tribunal belga desestimó la demanda. Ahora, el Tribunal de Apelación de Bruselas revoca esa decisión, da la razón a Puigdemont y abre una investigación.
Paralelamente, un grupo de 52 diputados franceses, entre ellos el líder de “Francia insumisa”, Jean-Luc Mélenchon, han publicado una carta denunciando “la represión del Estado español contra personas elegidas por sufragio universal” -en referencia a los políticos independentistas presos-, y manifestando “nuestra preocupación y reprobación ante lo que nos parece un ataque a las libertades fundamentales y al ejercicio de la democracia”.
Ambos hechos se producen semanas antes de que se haga pública la sentencia del juicio al procés. Y su saldo es ofrecer la imagen internacional de una España “antidemocrática”, que “persigue a los disidentes” incluso fuera de sus fronteras.
No son hechos anecdóticos sin relevancia. Asistimos al espectáculo -impensable si estuviera en cuestión la integridad territorial alemana o francesa- de un Puigdemont que puede moverse por la UE con absoluta libertad para atacar la unidad en España.
El propio Puigdemont, en una reciente reunión con parlamentarios europeos en Bruselas, afirmaba que el escenario de cambios en Europa, empezando por el Brexit, puede favorecer las aspiraciones del independentismo catalán.
Aunque las grandes potencias europeas no estén interesadas en fragmentar España, en un panorama europeo cada vez más turbio, agitar el “río revuelto español” puede ser rentable para algunos.