Nada en el cine de Almodóvar deja indiferente. Todo suscita un mundo de reacciones encontradas, de afectos incondicionados o de odios africanos e irreconciliables. Su última película no es una excepción. Y aunque ya sea un tópico reconocerle su «maestría» -por algo tendrá ya dos oscars, piensan hasta lo de colmillo más retorcido-, muchos son los que esperan con ansiedad su declive, su fracaso o simplemente un traspiés. Para calibrar eso basta un ejemplo: en apenas dos días, el mismo diario publica dos críticas: la del miércoles, califica el film de tedioso, los diálogos insufribles, los intérpretes lamentables y la película un ejercicio de onanismo mental; la del jueves, en cambio, habla de una película «austera, compleja y conmovedora».
Quizá la dificultad mayor ara encontrar un juicio ecuánime sobre esta película está en el abismo que el propio Almodóvar establece entre uno de sus temas esenciales: el carácter volcánico de las pasiones, y la manera concisa, austera, analítica, y deliberadamente simbólica, con que eso está narrado. Parece como si hablar o representar una pasión requeriría siempre poner en escena un volcán rugiente. Y al no encontrarlo de manera permanente en erupción, les pareciera una estafa, un simulacro o, aún peor, una farsa pretenciosa y vacía. No hay cosa más ridícula que hablar de volcanes y estas mostrando un montículo inocuo, que no solo está apagado por el momento, sino que no tiene en su interior ni fuego ni lava. Almodóvar se mueve con las armas habituales de su reconocible y personal mundo cinematográfico, pero con una enorme contención, con afán de domador. Quiere que el volcán ruja, pero no que el rugido impida escuchar toda la música de fondo que nos ha preparado, en una película que, si formalmente es austera, en el fondo es tal vez demasiado barroca: tan cargada está de simbolismos, referencias, homenajes y abrazos, esta vez no rotos, sino profundamente emotivos. Un fondo barroco que a veces emerge con tonalidades esteticistas. El mundo del cine, el cine mismo como tal, es el objeto amoroso predilecto de Almodóvar en esta película. Su protagonista no es sólo director de cine, un hombre pues que tiene el cine como oficio y como pasión, sino que, a partir de un determinado momento, es un director de cine "ciego", un director de cine que ha perdido la vista, alguien que, como el espectador, ha entrado en una sala negra, pero que ya no la puede abandonar, vivirá siempre en ella, viendo únicamente sus propias proyecciones. Ese director de cine está rodando una película, y en torno a ella, con motivo de ella, se desencadena un torbellino de pasiones, celos, venganzas, castigos, traiciones y desengaños, que nos remiten inmediatamente a la esencia misma de la historia del cine, a su médula, a esa forma que, desde sus orígenes ha tenido el cine, de indagar en el corazón mismo de las volcánicas pasiones que mueven la vida humana. La trama de esas pasiones tiene interés narrativo, pero un interés limitado. De alguna manera, todos -y todos hemos visto ya cientos de películas sobre ello- conocemos ya esa trama. Calificarla de manida o previsible es una solemne tontería. Criticar a Almodóvar de utilizarla es una solemne bobada: ya lo sabe. Lo sabe tan bien que por ello la utiliza. Es otro guiño, otro símbolo, un signo común de pertenencia: estamos en un mundo en el que todos nos reconocemos. El cine no es algo exterior a nosotros, es algo interior, es parte de nuestras vidas. "Los abrazos rotos" es esa historia mil veces contada y mil veces contable aún sobre lo que distingue al "amor" del coleccionista (ese hombre que se compra una mujer hermosa igual que se compra una obra de arte para la pared) del amor que quema, como una montaña de lava, y que linda siempre con la tragedia o la muerte, o de ese amor secreto y eterno que yace guardado en un corazón como esperanza infinita. Almodóvar retrata los tres, remitiéndose no sólo a sus propios personajes sino a otras historias, a otras películas, a numerosos maestros: desde Buñuel a Rossellini o Louis Malle. Todo esto no agota, sin embargo, la sustancia de un filme cuya complejidad requiere varias visiones. Un filme en el que Almodóvar encuentra sitio también para derrochar el humor que ha hecho reconocible su cine y la "pasarela" por la que desfilar a su histórica "corte" de mujeres. Todo Almodóvar está aquí: o lo toma o lo deja.