Aunque intente disfrazarlo y disimularlo de mil maneras y con mil fórmulas, la lógica misma del capitalismo impone que las personas improductivas, aquellas que por uno u otro motivo ya no pueden generar plusvalía, son una carga para la sociedad, un peso muerto, seres inútiles que ya no tiene nada que aportar y que, además, consumen enormes recursos, pues en la vejez se multiplican las enfermedades, la necesidad de cuidados, la dependencia. Aunque los “discursos oficiales” y aun las campañas electorales (en busca del voto decisivo de los mayores, sobre todo en sociedades envejecidas como las nuestras, donde el voto de jubilados y pensionistas es tan cuantioso que puede llegar a decidir) pueden generar la falsa impresión de que la vejez ocupa un lugar destacado en las preocupaciones del “sistema”, la realidad es absolutamente la contraria: permanentemente vemos cómo los grandes centros de poder del capitalismo mundial (FMI, Banco mundial,…) abogan con insistencia pertinaz en recortar las pensiones, retrasar la edad de jubilación, disminuir los gastos sociales y sanitarios, recluir a los ancianos en residencias privadas, etc. La vejez es un debe no un haber en el libro de caja, no aporta nada y gasta “inútilmente”, es “un problema al que hay que dar una solución”. Lo que dicho por ellos, suena directamente aterrador.
La literatura y el arte, que no funcionan con los mismos criterios y los mismos engranajes que las cajas de caudales, sin embargo llevan siglos negando esa visión negativa, necrófila, improductiva de la vejez. Y si no ahí está Alonso Quijano, alias “don Quijote”, que a sus cincuenta y muchos años (una edad que hoy podría equivaler a nuestros setenta y pico) deja atrás casa y hacienda para lanzarse a esos caminos de Dios en busca de aventuras y a “desfacer entuertos” (remediar injusticias) de las que siempre abundan (entonces y ahora) en este mundo.
Ese espíritu quijotesco es el que anima también a los personajes con que Rafael Soler (Valencia, 1948) ha poblado su novela “Necesito una isla grande” (Contrabando, 2020), que narra con humor y generosa bonhomía la fuga de unos ancianos de una residencia, hartos de la tiranía de su gobernanta, de su régimen condescendiente y miserable, de una vida sin alicientes ni alas, de la “condena” feliz a la que se las ha reducido en esa cárcel asistencial, donde están recluidos sin más destino ni expectativas que morir lo antes posible, calladitos y sin molestar.
Soler pinta una galería de personajes dañados pero llenos de dignidad
Pero estos ancianos de Soler están aún muy vivos. Y aunque ya la salud no les acompañe y vaya irremediablemente descontando el tiempo que les queda, aún guardan dentro de sí rebeldía, anhelos, esperanzas y deseos de recobrar una libertad, aunque sea ilusoria, y una aventura final en la quemar las naves.
Soler pinta una galería de personajes dañados pero llenos de dignidad dispuestos a protagonizar su particular “rebelión a bordo”: escapan de la residencia en una furgoneta que no saben que es robada y buscan comprar un loft (que tampoco saben lo que es) en la costa, con un dinero ganado en la lotería por otro de los residentes (que muere sin llegar a conocer su suerte), con la esperanza y el anhelo de respirar un aire libre a la orilla del mar , y morir si es preciso con las botas puestas y libres.
La novela de Soler tiene un riguroso tono cinematográfico (y no nos extrañaría verla algún día anunciada en las pantallas), pero sin renunciar en absoluto a su carácter eminentemente literario, al uso de recursos narrativos muy variados y a un estilo muy singular, muy propio, que Soler ha cultivado con mimo desde que irrumpiera en el panorama literario español de los ochenta, con novelas como “El grito” o “El sueño de Torba”.
Soler ha batallado también por la dignidad y las pensiones de los escritores jubilados.
A lo largo de toda la novela, Soler hace un panegírico de la vejez, no porque pretenda vendernos la falsa y falaz idea de que es “la mejor época de la vida”, sino porque página a página nos va demostrando los vivos que están sus viejos, lo mucho que son capaces de hacer, lo mucho que aún pueden enseñar, los increíbles valores que atesoran, cómo una sociedad que los arrincona y olvida se está castrando a sí mima, esta dilapidando una enorme fortuna, está renegando de una de sus partes más valiosas.
Pero Rafael Soler no se ha limitado a escribir esta novela para poner en valor la vejez. Como vicepresidente de ACE, la Asociación Colegial de Escritores de España, ha batallado muchos años porque los escritores tengan unas pensiones dignas y puedan compatibilizar el cobro de la pensión de jubilación con los derechos de autor que les corresponden por las obras publicadas durante toda su vida. Una tarea absolutamente necesaria, porque al igual que otros artistas, tanto del cine como del teatro, pintores, escultores, guionistas, traductores, etc., dado el carácter de sus actividades, suelen haber cotizado pocos años y de manera irregular, lo que suele abocarlos a cobrar en miles de casos pensiones asistenciales y mínimas, cayendo en la pobreza y el abandono. Soler ha estado todos estos años en esta batalla, también por la dignidad y las pensiones de los escritores jubilados.