Tras la toma de Trípoli por los rebeldes, el reconocimiento internacional por más de 60 países (Rusia incluida) del nuevo Consejo Nacional de Transición como nuevo poder legítimo y la celebración, en París, de la primera reunión internacional de «países amigos de Libia», el fin del régimen de Gadafi parece ya un hecho irreversible. Con el país desgarrado y parcialmente destruido por seis meses de guerra y por los intensos bombardeos de la OTAN, la pregunta que recorre, como un escalofrío, todas las cancillerías mundiales, es: ¿y ahora qué? ¿Puede Libia convertirse en una democracia soberana o acabará siendo un nuevo Irak?
Cuando a finales del asado mes de julio, los ministros de Defensa de Gran Bretaña y Francia reconocían públicamente la incapacidad de los rebeldes para derrotar a las fuerzas leales a Gadafi ("los rebeldes tienen un limitado potencial para mantener sus posiciones", dijo entonces el secretario británico de Defensa, Liam Fox) nadie podía imaginarse ni prever que, sólo tres semanas después, iban a ser capaces de tomar la capital y asestar un golpe mortal a las fuerzas de Gadafi. ¿Cómo se obró el milagro? No sólo la prensa china o rusa han revelado estos días los motivos de esa súbita y misteriosa mutación. También la prensa americana, británica y francesa ha abundado en detalles. Según el Washington Post, en ese período EEUU duplicó el número de aviones no tripulados Predator que intensificaron los bombardeos sobre Trípoli. Según el New York Times, "fuerzas especiales" de Francia y Gran Bretaña intervinieron directamente sobre el terreno para entrenar a las tropas rebeldes, dirigirlas y proporcionarles armas. Otros medios han hablado de que, como en Irak, se han empleado grandes sumas de dinero para comprar a funcionarios y militares leales a Gadafi. El periódico británico The Guardian revelaba que antiguos miembros del Servicio Especial Aéreo británico, contratados por agencias de seguridad privadas, llevaron a cabo operaciones de inteligencia militar en Libia en favor de la OTAN: gracias a ellas, los bombardeos sobre la capital aumentaron su precisión, asestando golpes demoledores a las defensas de las tropas de Gadafi y destruyendo bases de vehículos, tanques, piezas de artillería y arsenales. Según la agencia rusa de noticias Novosti, las labores de inteligencia de esas unidades permitieron a la aviación de la OTAN neutralizar la línea de defensa por el norte y los flancos oriente y occidental de Trípoli, "por lo que las tropas rebeldes pudieron entrar en la capital prácticamente librando combates esporádicos de mediana intensidad". Según el diario británico Daily Telegraph militares del 22 batallón de la SAS organizaron los operativos que pusieron en marcha los rebeldes para tomar por asalto los objetivos claves de Trípoli, como la televisión, el aeropuerto y otras instalaciones importantes.En resumidas cuentas, ha sido una más decidida, intensa, directa y masiva intervención militar norteamericana, francesa y británica, con una presencia directa dentro de territorio libio, la que acabado venciendo la resistencia de las tropas de Gadafi y tendiendo un puente de plata para que los rebeldes tomaran la capital, consumando así la victoria en una guerra que, de otra forma, podía haberse convertido en un conflicto largo y enquistado, con enormes costes militares y políticos, y que ya comenzaba a hacerse abiertamente impopular, sobre todo en Europa.Pero resuelto en gran medida el tema militar, los quebraderos de cabeza sobre el futuro de Libia están muy lejos de haberse esfumado. La incapacidad de los rebeldes para ganar por sí solos la guerra no es más que la más obvia expresión de debilidad de unas fuerzas cuya diversidad, heterogeneidad y falta de cohesión son más que notorias. El hecho mismo de que hace sólo unas semanas un grupo de rebeldes asesinara al líder militar de la revuelta testimonia por sí solo la naturaleza y antagonismo de las contradicciones que anidan allí. Nadie se ha atrevido a pronosticar que la caída de Gadafi vaya a significar el fin de la crisis Libia, pero sí han sido muchos los que han expresado el temor de que sea el comienzo de una fase mucho más aguda de conflictos, de consecuencias difíciles de prever. La sombra de la fragmentación del país sigue muy presente y a ella se suman los problemas tribales, crónicos en un país que en más del 80% es desértico. Las rivalidades intestinas están a la hora del día, con la presencia además de un factor nuevo: el islamismo radical, al que Gadafi había mantenido siempre fuera de juego. Incluso las tensiones con los países fronterizos se han recrudecido, sobre todo con Argelia, quien no descarta cerrar sus fronteras. Las autoridades de Níger también han alertado de los riesgos de que tropas leales a Gadafi se asienten en su territorio, para proseguir desde allí la lucha contra el nuevo régimen. Y, por supuesto, están las inevitables tensiones que va a provocar el nuevo "reparto" de la tarta petrolífera libia y los jugosos contratos para la reconstrucción del país. Según algunos medios, Francia, el país que más ha dado la cara en el conflicto, exige ahora un 35% del petróleo: una cifra exorbitante, que sin duda va a entrar en contradicción con las demandas de otros aliados (como Italia, hasta ahora el mayor consumidor de petróleo libio). Incluso Alemania, que se demarcó desde un principio del conflicto, reclama ahora su participación en la reconstrucción del país. La forma en que esas demandas exteriores van a intensificar los conflictos internos dentro de las fuerzas vencedores es directamente proporcional al papel trascendental que las potencias occidentales han jugado en la resolución del conflicto. El nudo de contradicciones es pues tan intenso, la malla tan densa, que algunos observadores occidentales ya han comenzado a preguntarse estos días si Libia no está condenada a convertirse, en un futuro muy próximo, en un nuevo Irak, o incluso en una Somalia en el Mediterráneo. Si esto llegara a producirse, las consecuencias, sobre todo para Europa, podrían ser catastróficas.Por otro lado, el rápido desenlace de la batalla de Trípoli ha hecho que muchos olviden los seis meses de guerra anteriores y reclamen ya que se aplique el mismo modelo de intervención a Siria. Lo que comenzó siendo una saludable corriente reformista en el mundo árabe puede acabar convirtiéndose, así, en una nueva cadena de intervenciones militares de Occidente.